martes, 20 de julio de 2010

Musa e Inconsciente

"De modo parecido, a lo largo de la vida nos llenamos de sonidos, olores, sabores y texturas de personas, pasajes y acontecimientos grandes y pequeños. Nos llenamos de las impresiones y experiencias y de las reacciones que nos provocan. Al inconsciente entran no sólo datos empíricos sino también datos reactivos, nuestro acercamiento o rechazo a los hechos del mundo.

De esta materia, de este alimento, se nutre La Musa. Ése es el almacén, el archivo, al que hemos de volver en las horas de vigilia para cotejar la realidad con el recuerdo, y en el sueño para cotejar un recuerdo con otro, y exorcizarlos si hace falta.

Lo que para todos los demás es El Inconsciente, para el escritor se convierte en La Musa. Son dos nombres de lo mismo."

en " Cómo alimentar la musa y conservarla, Zen el arte de escribir. Editorial Minotauro, 1995. Ray Bradbury

Tomado de Taller de Cuento Bogota City
http://tcuentobogota.blogspot.com/


jueves, 15 de julio de 2010

QÌO MAR

Un cuento inédito de Mario Perriconi*


El mascarón del Cristóbal se adivinaba en el atardecer de verano. Proveniente de Gundiá, sobre la costa oeste del sur del Sájara, había atravesado el Atlántico para llegar a la isla. Poco se sabía de ese país y de su pueblo primitivo, que renegaba del arte y cuyas tierras eran ricas en maderas. Un propósito menos extraño lo acercaba hasta la isla. Una carga de cereales que pronto sería trasladada a la capital.
En el puerto los esperaba Qío Mar, encargado de las dársenas, y su amigo y capataz Ícaro Díaz. Ambos recibieron al capitán de la embarcación. Se trataba de un hombre de tez oscura y afilada, de voz agradable y gruesa.
Al capitán del Cristóbal lo acompañaba otro marinero, más joven y de menor porte, que se le parecía mucho. Qío pensó que debía ser el hijo. Luego de los saludos, Qío e Ícaro fueron invitados a recorrer la nave, donde conocieron al resto de la tripulación que, con las diferencias propias de la edad y del sexo repetían la misma similitud de facciones que se encontraba entre los dos primeros.
Pasearon por las instalaciones de la nave, decoradas con lujo. La madera le daba una belleza cálida y variaba en su color según la categoría de los que la habitaban. Algunas tenían sobre sus paredes bajorrelieves con perfiles donde se mezclaban elementos humanos, animales y demonios, que se repetían como con un sello. En la cúpula del salón principal, el artista (no pudieron encontrar en su idioma una palabra para el término “artista”) había dibujado criptografías.
La estrechez del pasillo por donde pasaron, lo hacía parecer más extenso. En el lugar de los ventanucos se encontraban miniaturas de piedra de diferentes tamaños trabajosamente labradas.
Extrañaba a los visitantes que con aquellos hombres sencillos se encontrara un verdadero museo, pero cuyo objeto no fuera, quizás, ser apreciado por el valor del ojo humano.
Al llegar al comedor de oficiales, Ícaro se detuvo a admirar una de las paredes que se encontraba tapizada con pieles de animales, donde se dibujaban naturalmente las figuras de venados, como si hubiesen hallado ese arte sin recurrir a la tarea humana. Qío lo tomó del brazo y continuaron. Luego, convidados por el cocinero, bebieron un jugo perfumado en unos enormes cacharros de hierro fundido.
Los dos amigos caminaban detrás del capitán, quien explicaba todo sobre cada objeto o lugar conocido. Una chaqueta de hilo crudo y unos pantalones desgastados vestían al comandante del barco. Un tahalí de cuero le cruzaba el pecho.
La visita demoró más de una hora.. Los extranjeros prefirieron quedarse a bordo hasta el día siguiente, cuando trabajarían en la descarga.
Qío volvió rápido a su casa. Cansado, sintió que quizás aquella exquisita bebida contuviera alcohol. Sufría un leve mareo que rápidamente se alivió. Cenó junto a sus hijos y se acostó temprano. Encontró el libro donde alguna vez había leído sin interés sobre Gundiá.
Se consideraban herederos de una civilización desaparecida que no había dejado más que despojos de su pasado. La sobrevivieron ritos y tradiciones. Aberraban del arte naturalista. Consideraban que imitar la naturaleza, no sólo era inútil sino también profano.
Se habían anticipado a otros iconoclastas con el mismo terror de nombrar con imágenes lo que no podía ser pronunciado. El mismo autor, en su entusiasmo, hasta procuraba demostrar que en los Gundios se podía encontrar una de las Tribus Perdidas.
El largo día de trabajo le había traído un sueño intranquilo que le hizo abandonar la lectura.
A la mañana siguiente Icaro Díaz no llegó al puerto. Su hija Nera avisó que había estado delirando durante la noche y que ahora descansaba tranquilo. Tampoco a Qío le había sido fácil dormir esa noche. Largas pesadillas que recién comenzaba a recordar...


Se encontraba Qío en una playa de su niñez junto a Ícaro. El sol de verano brillaba fuerte en el cenit. Un bosque de arbustos rústicos escondía las tierras más altas donde llegaron exhaustos luego de nadar.
Tendidos sobre la hierba vieron acercarse una pequeña araña. Ícaro la advirtió y llamó a su amigo, que debió acomodarse sobre su izquierda para mirarla. Se movía con rapidez hasta ellos. Qío tomó una piedra y la mató.
Se arrepintió de inmediato luego de que quedara mortalmente aplastada y apenas un hilo de ella se viera sobre la tierra.
Sintió pena por haber destrozado aquella vida que coincidía en ese instante con la suya.
Miró a su amigo que se había dormido. Se molestó al entender que la gravedad de lo sucedido no debería haberle permitido el sueño. Regresó hacia la playa de piedra y musgo. El sol, brillaba más fuerte y naranja y había una rara sensación que daban las olas que callaban al chocar mudas contra la orilla.
–Nadie más que yo está aquí— pensó , y al advertir que unas aves cruzaban alto proyectando su sombra, volvió sobre él el recuerdo de su reciente víctima.
Apuró el paso a medida que una brisa cada vez más cálida lo seguía. –Sólo era una araña se dijo– y no podía tener más que ese pensamiento. Pero el sol, el agua, el dibujo monstruoso de las ramas, el vértigo de las nubes, su propia respiración; le recordaban su crimen y se asombraba de esa inmensa y severa palabra. El mar que había subido lo atrapaba hasta la cintura. Corrió
Cayó agitado sobre las rocas
–Todo es horrible aquí –pensó, mientras se precipitaba hacia el fondo marino, comprendiendo ese orden cósmico hasta quedar aplastado entre las piedras.


Despertó agitado. Se recuperó con lentitud de la asfixia y salió al trabajo.
A la noche visitó al Rey Elías confiando en poder relatarle su sueño. Lo conocía de joven y había disfrutado de sus consejos. Nunca supo por qué se hacía llamar rey.
Qío lo encontró ocupado con un libro en su jardín.
“La naturaleza es reflejo de la naturaleza”, le dijo Elías. Mira ese charco que casi pisas. En él se refleja el infinito de las estrellas. Fíjate en tu padre, hemos sido por largos años amigos y tiene contigo un gran parecido que no puedo llamar asombroso pues no me puedo asombrar de que un hijo se asemeje a su padre. Las rosas son semejantes entre sí. Yo nací bajo una rama de olivo y Júpiter brillaba en ese momento. No te sonrías, pero qué augurio podía tener el nacimiento de un rey sino aquél.

—Vuélvete al puerto, fíjate nuevamente en esa nave y piensa en lo que has escuchado de mi boca –dijo el sabio.
La diáfanía hacía más llena a la luna. Soplaba el verano una brisa que llegaba suave del mar Qío no demoró mucho en llegar al puerto. Bajó hacia las dársenas que había dejado hacía unas horas. Descubrió que el Cristóbal ya no estaba. Sorprendido, sin testigos que le informasena de su partida (por así llamar a aquella desaparición) se sentó sobre las maderas que hacían de escalones. El océano sereno murmuraba en la noche costeña.



*Mario Perriconi nació en Buenos Aires en 1959

jueves, 1 de julio de 2010

Diciembre de 2009

Lectura y brindis de fin de año