viernes, 7 de enero de 2011

Jesús Benjamín

Como no amarla si se llamaba María, Luz María. Lloraba con tanta intensidad que yo disfrutaba mirar sus ojos hinchados, sabía que eran el signo de una profunda pasión adolescente. La más linda tenía un vestido azul, la llevaba al cuarto de herramientas, por la cintura la sujetaba en la prensa, con clavos y tornillos fingía torturarla. María miraba la escena como la destrucción de su propia carne. Como la virgen debió mirar hacia lo alto de la cruz. Yo mismo me convertía en el héroe que la salvaba de mis propias garras, así logré que tuviera en mi lo necesario para sentir el contraste que le gustaba.
Al salir de la escuela secundaria caminaba con mis amigos al taller de carpintería, quería trabajar la madera como mi padre, esas cajas para joyas en piedritas, espejos o nácar eran hermosas pero casi imposibles para mis manos torpes. Apenas podía cortar las patas de una silla, el torno se me dificultaba por que acariciando la madera sólo pensaba en las piernas de Carolina, que se sentaba a mi lado en clase de Matemáticas.
Los cuates se despedían en la esquina, después de tomar refrescos de limón, yo subía hasta la azotea del edificio, ahí en el centro estaba la casa del conserje. Al entrar por la puerta los oficinistas a los que mamá les vendía almuerzos se limpiaban los bigotes, mis hermanas y yo nos sentábamos en los lugares que iban quedando y mamá nos servía la comida. Ella lavaba las ollas en el lavadero grande de afuera. Mis hermanas se encargaban de los platos en el fregadero de la cocina, yo tenía que acomodar las mesas y sillas plegadas en el armario y dejar solo cinco en la mesa de madera. Mientras tanto papá iba a revisar todo el edificio para cerrar las oficinas que ya
estuvieran libres. Él y mi madre eran los conserjes de ese lugar en la calle Bucareli.
Yo fingía hacer la tarea esperando escuchar tintineo de las llaves del edificio cuando mi papa subía por las escaleras, mientras él dormía una siesta mi mamá iba al era el momento de ir a explorar. El noveno piso estaba lleno de médicos, el cuarto de abogados, el séptimo era el de los dentistas y en el tercero había actuarios y un notario con sus tres secretarias. En los demás pisos había de todo, esos eran los interesantes, la aventura iniciaba robando las llaves de la conserjería a mi padre para explorar en los rincones desconocidos del edificio, probar lo que ahí encontráramos y salir sin dejar rastro.
Martita, la hermana pequeña siempre iba atrás, no podíamos dejarla, era la perfecta coartada. Imaginábamos que eso era un viaje a otros mundos. Antes de abrir cada puerta la adrenalina recorría el cuerpo y el primer vistazo era como descubrir América. Jugábamos con los aparatos de consultorios y oficinas. Imaginábamos historias como las de las novelas quincenales, era una diferente en cada oficina. En los consultorios médicos había rastros de sufrimiento, matizados con la reproducción offset de una pintura. Mi preferida era una en la que se veían tres mujeres jóvenes, felices, desnudas, se tomaban de las manos y formaban un círculo, parecía que bailaban entre naranjos con frutas maduras, cuando la tenía en frente no podía dejar de mirarla
En el sexto piso había cuatro oficinas intercomunicadas que tenían cámaras y proyectores de películas. También una máquina donde miraban con una lupa cada cuadrito de la cinta, había navajas y pegamento para cortar y pegar. Un día descubrimos cómo encender
el proyector, pero antes de que saliera alguna imagen de él Martita se aburrió y se fue, prefería jugar en los pasillos y en el elevador. La máquina tenía ruedas así que la movimos hasta encontrar el lugar ideal. Sobre el rectángulo blanco pintado en la pared se dibujaron dos personajes. Un hombre y una mujer, entraban en una habitación, vestían elegantes. No supimos donde o cómo poner el sonido, así que imaginamos lo que estarían diciendo. La situación era tensa, ni María ni yo sabíamos a dónde llegaría. La curiosidad que producían las imágenes en movimiento había superado la palabra aventura, esos personajes se habían besado mientras se desnudaban caóticamente. Ella era morena, el cabello largo y negro le caía sobre los muslos al estar sentada frente a él. Las piernas abiertas dejaban ver el pelo y el sexo debajo. Él mantenía su actitud de galán pero ella era quien dirigía cada movimiento con gestos sutiles.
María estaba a mi lado su respiración se oía profunda y acelerada, torcía su cabello y los ojos se le nublaron. La mujer arriba del hombre movía su cadera en todas direcciones, él la estrangulaba por la cintura, después de un beso, que se transformó en mordida, ella elevó el tronco, infló tanto como pudo el pecho e hizo el último movimiento, imperceptible a la cámara, un movimiento interno, despiadado y femenino. El hombre perdió la conciencia por un momento. Ella cerró los ojos, feliz, satisfecha y convulsa.
María se tomaba demasiado en serio las historias y los personajes. Esa historia nos gustó a los dos. La representamos en ese mismo sillón de piel, delante de la máquina proyectora, en silencio igual que los personajes, pero en su cuerpo se veía el mismo placer, yo ni siquiera parecía un hombre, imaginé que lo era y también me puse a sus pies, a sus piernas a su vientre a sus pechos. Era un vicio esa
piel. La cinta se había terminado hace rato, nos dimos cuenta de la existencia del tiempo, mamá debía estar buscándonos. Apagamos todo, intentamos no dejar rastro. Ni de la escena ni de nuestra representación.
Después de ese día Martita ya no podía estar mientras jugábamos, no entendíamos muy bien qué pasaba en esos momentos, nadie hablaba de algo parecido, resultaba tan estremecedor, yo no quería que nada lo alterara o terminara. Pero nada bueno dura para siempre, sin saberlo, habíamos cometido un grave pecado. Mi hermana María fue al piso de los doctores de día, con mi mamá, la llevaron por que no se sentía bien desde hace una semana. Yo pensé que ya no quería jugar conmigo, que ahora me haría sufrir con su indiferencia. Recurría a eso cuando se aburría de algún juego o de mi. Pero su forma de mirarme era algo que no conocía.
Mi madre no me miraba, se encerró en la habitación con María. Mi padre lo único que pudo hacer fue golpearme tal como lo golpeaban a él cuando niño, lloraba y gritaba sus recuerdos, maldecía su ignorancia, el último golpe que me derribó, fue en la cara, desde entonces sigo mirando al mundo desde abajo. Yo me escapé, como sólo conocía las cantinas donde él pasaba las tardes llorando su infeliz historia fui con los viejos teporochos a llorar la mía, ahí adentro todos ahogan sus historias, nadie las recuerda afuera. Tres días pasaron hasta que mi madre me encontró, estuve recuperándome en una habitación del sótano del edificio.
María, la hermana mayor, sería madre. Yo fui crucificado por mi familia. Ni ella ni yo sabíamos que lo que sucedió no era un juego, el peor pecado fue la ignorancia. Esa niña que nació de nosotros ahora está enferma e indefensa, es una mujer joven y muere lentamente.
Desde hace treinta años pienso que no debió nacer, pero aquí está, tan presente como ese momento en la sala que encerraba las cámaras de cine. Mi purgatorio ha sido el mismo que el de mi padre, el aguardiente, el mezcal y el ron. Antes sentía que la muerte sería mi castigo, ahora creo que será mi salvación. Pero no la mereceré hasta desinfectar mi cuerpo, es lo que estoy haciendo en este momento.
Tres litros de alcohol etílico y refresco. Espero que sean suficientes, no quiero despedidas tristes, sólo mi madre ha sentido mi presencia y mi ausencia, los demás me borraron de sus vidas, les recuerdo lo impronunciable, lo monstruoso. Nunca pude hacer una vida sin el estigma de la vergüenza sobre mi frente, como corona de espinas. María lloró su vergüenza y se limpió, parió y quedó santificada. Todos representaron un gran teatro en el que mi hija jugaría el papel de hermana menor. A mi me echaron de la casa y solo volví para no morir solo, he soñado con el silencio eterno desde el momento en el que no pude levantarme del suelo y tuve que vivir reptando. Siento que estoy cerca, he bebido ya dos litros, en mi estómago ya se inició un incendio.

jueves, 6 de enero de 2011

Secretos largos

Un cuento inédito de Soledad Jácome*

Estábamos en Villa Gesell, en un camping que tenía un sector para casas rodantes. Mis tíos iban todos los años y reservaban siempre el mismo lote por todo febrero. Les gustaba ese rincón porque estaba en uno de los ángulos de la ligustrina que cercaba todo el lugar, apartado del quincho comunitario y de los baños. Además, como estaba en una esquina, teníamos vecinos sólo a la izquierda y el espacio que quedaba detrás de la casa rodante era como un patio privado en el que comíamos y tomábamos sol sin que nadie nos molestara. El camping estaba rodeado por pinos que se alineaban sobre los médanos como las cerdas de un cepillo.

Yo había ido de vacaciones con mis tíos y mi prima, como los últimos tres veranos. Para ese entonces ya tenía quince y un hermano siete años mayor con el que casi ni me relacionaba, no nos llevábamos mal pero tampoco teníamos nada en común. Mi mamá se había muerto hacía unos años y al tiempo mi hermano se fue a vivir solo, así que nos veíamos poco. Yo me quedé con mi papá. Él me cuidaba, estaba siempre atento a que no me faltara nada, pero teníamos una relación distante. Era muy disciplinado en la vida cotidiana, estricto con la puntualidad, el orden y las reglas bajo las que había que vivir en casa. Cuando era chica, si tenía que pedirle permiso para hacer algo siempre lo hacía a través de mi mamá, acercarme a él me daba miedo. No era un miedo concreto, él no era un hombre agresivo y el temor que yo tenía no era a sus retos o castigos, era miedo a molestarlo. Parecía vivir dentro de un escudo electromagnético y yo siempre procuraba mantener cierta distancia porque si me acercaba demasiado se activaba y él empezaba a protestar porque lo interrumpía con cualquier pavada.

Mi prima Julia era dos años más grande que yo y nos llevábamos muy bien; desde que murió mi mamá yo pasaba mucho tiempo en su casa. Mi tía le decía que me cuidara, que charlara conmigo así me distraía y no andaba siempre tan triste, pero ella no lo hacía como un esfuerzo ni porque mi tía se lo hubiera pedido. Le gustaba estar conmigo, enseñarme cosas y presumir de su experiencia con los chicos. Julia era hija única y en ese momento pasé a ser como su hermana menor. Para mí era un referente de lo que era ser una chica grande, andaba siempre atrás de ella tratando de copiar sus gestos, sus frases con doble sentido, su manera de agarrar el cigarrillo. Ella me dejaba seguirla y me presentaba a sus amigos. Yo admiraba que fuera tan segura, no tenía vergüenza, siempre hacía chistes y tenía una risa fuerte y contagiosa.

Ese verano mi prima había invitado a una amiga, Andrea. Cuando lo supe me puse celosa, pensé que si quería estar con una chica de su edad era porque se aburría conmigo y que seguro iban a ir a bailar o a salir con chicos más grandes. Mi prima había terminado el secundario y para mí eso generaba un abismo entre nosotras. Después de las vacaciones ella tenía pensado buscar trabajo y empezar la facultad, iba a entrar en el mundo adulto y yo todavía me sentía una nena. Hasta entonces habíamos estado muy unidas y me daba miedo que perdiéramos eso.

La noche anterior a salir de viaje me había quedado a dormir en lo de mis tíos y antes de acostarnos le pregunté a Julia por la chica que había invitado, quería saber cómo era, de dónde la conocía, que me hablara de ella. Me contó que era una amiga del colegio pero no me dio más detalles, no parecía darle mucha importancia. Salimos temprano a la mañana y pasamos a buscar a Andrea por la casa. No llegamos a tocar el timbre, ella estaba atenta al motor y apenas mi tío estacionó el auto en la puerta salió y bajó ágil los cuatro escalones hasta llegar a la vereda. Tenía puesto un mini-short color durazno que le llegaba justo a la mitad del ombligo, atado con un cordón a la cintura, y una musculosa blanca muy cortita que no tenía terminación, la tela parecía desgarrada como si la hubiera cortado a mano antes de salir. En la cabeza tenía una vincha de toalla verde agua y el resto del pelo suelto y rebajado, largo hasta la mitad de la espalda. En cuanto la vi me pareció tan linda, tenía una sonrisa amplia de labios pintados de rosa suavecito y los ojos de un turquesa aguado y translúcido. En seguida me tranquilicé, algo en su mirada y en su voz me hizo sentir bien. Durante el viaje nos la pasamos hablando las tres, ellas me contaban cosas de la fiesta de egresados y, como estaban mis tíos, cuando me querían decir algo que ellos no podían escuchar Andrea se acercaba y me lo decía al oído. Yo cerraba los ojos, su aliento tibio cerca del cuello me hacía cosquillas, quería que me contara secretos largos.

Mi miedo a que salieran solas y me dejaran de lado desapareció al poco tiempo. A ellas no les gustaba ir a bailar, así que a la noche íbamos a caminar por la peatonal, a tomar helado y a la feria hippie. En Buenos Aires habían arreglado para encontrarse con algunos amigos que también estaban veraneando en Gesell, a veces nos juntábamos con ellos y nos íbamos a la playa de noche a tomar cerveza. A Julia le gustaba uno de lo chicos, me di cuenta la primera vez que nos encontramos con ellos porque se ponía muy nerviosa al hablar y se corría el pelo de la cara todo el tiempo con un movimiento absurdo, como un tic. Otro de los chicos estaba atrás de Andrea, pero a ella no le interesaba, siempre inventaba algo para no quedarse a solas con él cuando la invitaba a caminar hasta el muelle o hasta los médanos. Ella estaba conmigo todo el tiempo y yo pensaba que si él no le gustaba yo le servía de excusa para evadir sus propuestas. Pero no me importaba por qué estaba conmigo, lo único que quería era que todo siguiera así y que nadie se entrometiera.

Cuando Julia empezó a salir con ese chico del grupo Andrea la cubría para que mis tíos pensaran que salían juntas y no preguntaran mucho más. Mi prima no era muy femenina, no sabía pintarse y nunca se arreglaba el pelo, usaba remerones grandes y combinaba mal los colores. Así que Andrea se puso en campaña desde la primera cita, le prestó ropa, la maquilló y le arregló el flequillo, que Julia tenía todo el tiempo sobre la cara. Desde esa vez se transformó en un ritual que casi todas las tardes, cuando volvíamos de la playa, fuéramos al baño del camping, nos ducháramos y la ayudáramos a prepararse. A veces Andrea estaba recién bañada, se envolvía con el toallón o se quedaba en ropa interior y se ponía a peinarla. El vapor del baño la escondía como la niebla y a mi me parecía una visión, como cuando en las novelas, para representar los sueños, aparecen las imágenes difusas y etéreas. Me preguntaba por qué me atraía tanto. Por qué no podía dejar de mirarla mientras se llenaba las manos de mousse y le hacía el jopo a Julia. A veces le quedaba espuma en los dedos y me pedía que le abriera la canilla para lavarse, yo imaginaba que era merengue y que ella me ofrecía un poco y me metía un dedo en la boca para que lo probara. No entendía lo que me estaba pasando pero no podía evitarlo. Cada vez disfrutaba más estar con Andrea y buscaba más momentos de intimidad. Al principio me costaba desnudarme adelante de ella y me sentía incómoda cuando me pedía que le abrochara la bikini o el corpiño, porque yo no estaba acostumbrada a compartir esas cosas con otras mujeres, pero ella lo vivía con naturalidad y se desvestía adelante mío y de mi prima sin problema. Salía de la ducha y se secaba en el vestuario, después dejaba la toalla, apoyaba una pierna en el banco largo que estaba contra la pared y se pasaba crema. Se masajeaba despacio, primero las piernas y seguía con los brazos, los hombros y la panza. Después me pedía que le pasara por la espalda, me decía que mi prima lo hacía muy rápido y no le esparcía bien la crema. Entonces yo ponía toda mi dedicación en esa tarea, como si la paz del mundo dependiera de eso. Las yemas de mis dedos hacían rulos entre sus pecas resbalándose desde los hombros hasta la cintura.

Un viernes a la noche mis tíos se fueron al casino de Mar del Plata y se quedaron a dormir allá para no tener que volver a la madrugada. Julia estaba exaltadísima porque era su oportunidad para pasar la noche con ese chico y nos pidió que le dejáramos la casa rodante porque no tenían otro lugar para estar solos. Andrea la ayudó a ordenar y le prestó un cassette de lentos que había grabado de la radio. Después me preguntó si alguna vez había pasado la noche en la playa. Le dije que no, me dijo que ella tampoco, que iba a ser la primera vez.

Dejamos a Julia en el camping muy nerviosa y muy perfumada, pasamos por un almacén, compramos cerveza, queso, maní salado y nos fuimos para la playa. Andrea había llevado su bolsa de dormir. Hicimos un fuego chiquito con ramas y piñas que habíamos juntado en el camino y nos quedamos charlando y mirando las estrellas como en una publicidad de chocolate. Después Andrea sacó una bolsita con marihuana de la mochila y papel para armar. Me preguntó si alguna vez había fumado porro, pero con un tono de pregunta retórica, como dando por hecho que iba a contestarle que no. Le dije que sí, que había probado el verano pasado con Julia. Enseguida me arrepentí, pensé que quizás ella quería enseñarme, quería sentir que con ella lo hacía por primera vez. Sacó una revista de la mochila y la apoyó sobre las piernas, puso encima una seda y la rodeo con el brazo para que no se volara, aunque no era una noche de mucho viento. Después metió la mano en la bolsita, agarró un poco de hierba y la esparció sobre el papel, como si estuviera condimentando con hebras de azafrán. Pasó la lengua por uno de los bordes, el fuego se reflejaba naranja en la saliva y en los labios. Fumamos en silencio y después nos tiramos sobre la bolsa dormir. Prendió el walkman y me pasó los auriculares, una voz dulce de mujer cantaba un tema que nunca había escuchado. Sin decir nada Andrea se desabrochó la campera de jean, abajo tenía una musculosa de algodón muy escotada y no tenía corpiño. La luz ambarina del fogón hacía que se le notaran los pezones duros por debajo de la remera. El pelo y la piel tenían un brillo como de almíbar. Se apoyó sobre mi y sentí las tetas blanditas sobre las mías a través de la ropa. Me pasó la lengua por los labios, después me la metió en la boca y nos dimos un beso largo. Al principio me sentí muy rara y se me cruzaban imágenes que me distraían y me alejaban de ese momento. Pensé en la mousse de chocolate que comía cuando era chica, suave como espuma negra, y casi podía sentir como se me deshacían las burbujas de aire contra el paladar. Pero estaba muy excitada y enseguida se me borraron todos los pensamientos de la cabeza. Yo imitaba los besos y las caricias como un espejo vivo. Cerré los ojos y pude oler el mar.

miércoles, 27 de octubre de 2010

Sigmund Freud: Cuentos completos (1880-1905)

I
Dicen que a Freud, por aquella época en que comenzaba a entender lo que pensaba, se le presentó en el consultorio una morocha de veinte, menuda y de lindas formas. Se la derivaba Breuer para una interconsulta y no le había dicho más que su diagnóstico de histeria. Cuando Freud abrió la puerta se quedó mirándola. No podía discernir si la conocía de algún lado o si le recordaba a alguien. Ella lo saludó con la caída de sus párpados y rengueó directamente hacia el diván. Tenía puesta una pollera negra con un tajo hasta la rodilla que se abrió indiscretamente mientras ella se acomodaba en los almohadones. En ese momento, Sigmund recordó que era la morocha que se había ido con Breuer en la última fiesta de la Facultad. Lamentablemente nadie pudo precisar la fecha en que afloró el recuerdo, pero ese día debería celebrarse como el cumpleaños del Psicoanálisis. A la tarde, Freud y Breuer se encontraron en un café.
- ¿Qué hacés Sigmund? ¿Cómo andás? – lo saludó el colega, a lo que Freud respondió que tirando. Pidieron dos café, y entre sorbo y sorbo, Freud le contó a su amigo que a la mañana había atendido a Bertha.
- Berthita… – enfatizó Josep mordiéndose los labios – ¿Te habló de mí?
- Si, me dijo que ya no salen más – respondió Freud.
- La tuve que dejar, Sigmund. Me pidió que me separe - dijo Breuer, y Freud le respondió que a él le había dicho que la decisión la había tomado ella, y el motivo era que no se le paraba.
- ¡Mentira! – alegó Breuer – ¡Ahora entendés por qué la dejo!
- No, ¿pero por qué me la derivás?
- Es un bombón, pero está llena de quilombos… - contestó Breuer esquivando un poco la pregunta, y siguieron tomando café hasta que el mismo Breuer interrumpió el silencio.
- ¿Está linda viste?
- ¿Bertha?
- No, tu vieja. ¡Claro que Bertha! – respondió Josep, y Freud, que se había quedado en la primera proposición, asintió con la cabeza..
- Decime una cosa, ¿prefería ir arriba o abajo? – preguntó Sigmund..
– Arriba – respondió Josep.
- ¿Y no se le vencían las piernas?
Breuer guardó silencio y dejó escapar una sonrisa – ¡Qué carajo se le van a vencer las piernas!– respondió, y a Freud se le iluminó la mirada.
Esa misma noche tomaría una pluma y escribiría una carta con destino a Berlín: “Mis histéricas me mienten”, diría el manuscrito.


II


Después, como bien se sabe, la cosa siguió adelante. En los pasillos de la Universidad las ideas de Sigmund comenzaron a ser vox populi. “Che, ¿qué me contás de ese que hipnotiza?”, se decía. Una mañana, Freud corría de un aula a la otra cuando escuchó que lo llamaba el decano. Era un hombre, alto, rubio y de bigotes, que estaba sentado en su sillón de terciopelo y le señalaba a Freud la silla al otro lado del escritorio. Igual que Sigmund, fumaba en una pipa de madera.
– Yo tengo oídos grandes y escuchó todo lo que pasa en esta facultad – dijo el decano mientras encendía la pipa - A ver Freud, ¿cuénteme como es eso de que las parálisis no son parálisis?
Sigmund, como cada vez que se ponía nervioso, contó hasta diez y respondió que en algunas mujeres había descubierto parálisis que no se correspondían con la anatomía de los nervios. Que eran parálisis, pero de otra índole – explicó, y el decano le pidió con un gesto que parara.
- ¿Qué significa de otra índole?
- Otra índole… otra causa si usted prefiere, no sé…un… ¡síntoma! – gritó Freud en tono de eureka – Síntoma de un conflicto afectivo entre dos corrientes enfrentadas, una desde la conciencia y la otra…
- Perdón, perdón – lo interrumpió el decano - ¿Usted me está diciendo que se paralizan de tristeza? – preguntó, y a Freud la lengua se le hizo un nudo.
– Por llamarlo de algún modo – respondió, y el decano, sin decir nada, se levantó del sillón para señalar la biblioteca que estaba a sus espaldas.
- Todos los libros que usted ve ahí yo los leí, e incluso algunos los escribí ¡La gente cuando esta triste llora, Freud, pero camina! Y no le voy a permitir que opine otra cosa, ni mucho menos, que para comprobarlo ande hipnotizando pendejas como dicen por ahí. ¡El prestigio de esta Universidad está en juego, Freud! Si quiere vaya a Francia y cuénteselo a ellos que son románticos, pero acá, las parálisis son parálisis. ¡¿Está claro?! - exigió el decano, y así fue como nuestro héroe desembarcó en París.

III

No es mucho cuanto pudo reseñarse de aquella época debido a que se la pasó mayoritariamente en pedo. La noche parisina pudo más que Charcot, y para Sigmund resultó mejor maestra que la escuela. Los franceses, como los alemanes, tampoco sabían de qué se trataba la histeria, pero la ubicaban en el útero y algo le decía a Freud que andaban más cerca que ellos.
Una noche, sentado en una mesita del Moulin Rouge, el joven Sigmund meditaba sobre el carácter de los escotes mientras espiaba dentro del generoso de una tal Michelle. De repente, surgido de la nada (porque esta historia también tiene sus misterios), un hombre de canas y tez oscura apareció en su mesa.
- Hace bien en venir aquí – le dijo en un idioma que no era francés ni alemán, pero que ambos entendían.
- ¿Quién es usted? – le preguntó Freud.
- Soy el que está del otro lado del espejo – contestó el hombre misterioso, y sin motivo se echó a reír.
- ¿Nos conocemos?
- Es la misma pregunta de antes pero formulada al revés – le respondió el aparecido.
- ¿Nos conocemos o no nos conocemos? – repitió Freud que de prusiano tenía la paciencia.
- No lo conozco, pero lo entiendo – respondió el hombre misterioso y durante un rato se miraron a la cara.
- Entonces sabrá explicarme lo qué es el subconsciente – le dijo Freud, y el hombre le respondió que debería llamarlo inconciente.
- ¿Por qué? – preguntó Sigmund.
- Porque si usted, por ejemplo, participa de un torneo de ajedrez y me dice que salió “subcampeón” yo sé que terminó segundo; en cambio si me dice que no salió campeón, para averiguar su puesto me obligaría a investigar en las planillas del torneo. Es una cuestión metodológica.
- Una cuestión de palabras – añadió Freud con tono de censura, y el hombre misterioso suspiró con encanto..
- Ocurre que en nuestro asunto con la medicina los bisturís se afilan en la piedra de la semántica – le dijo, y como la niebla, ese hombre misterioso se evaporó en el bullicio de la noche.
- ¿Pero después cortan? – se quedó Freud preguntándole al vacío.
A la mañana siguiente, cuando se le pasó la resaca, empacó y se fue a tomar el tren. Estaba listo para regresar a Viena.

IV

“¡Ruso, si publicás esto vamos a ir todos en cana!”, dicen que dijo Jung cuando se enteró del caso Dora.
Las últimas publicaciones le habían traído algún disgusto a Freud, pero también un grupo de seguidores con quienes se juntaba todos los miércoles en un café. El Gordo Jung, el Húngaro Ferenczi, el Loco Reich, el Negro Adler y el Mudo Binswanger entre otros, ya lo habían oído decir, por ejemplo, que los chicos no solo se calientan sino que son perversos y encima polimorfos; pero esto de Dorita era demasiado.
- Yo entiendo lo que usted quiere explicar, maestro, pero qué le cuesta decir que tose porque está engripada – dijo Jung, y Adler se levantó en su apoyo - ¡Queremos publicar pornografía! – gritó, y todos en el café se dieron vuelta para mirarlo.
- Sentate, Negro, que van a creer que tenemos un complejo de superioridad – le pidió Freud, y aunque Adler se rió del chiste, lo anotó en su cuadernito – Ustedes no entienden – siguió Freud -, lo nuestro ni es tan sucio como la medicina ni tan pulcro como la filosofía, si no las tenemos bien puestas, de alguno de los dos lados nos van a censurar. Yo estoy convencido de que esa piba tose porque el padre es impotente, ¿cómo lo defiendo si escribo otra cosa? – preguntó Freud a la mesa, y todos se quedaron en silencio menos Reich.
- ¿Pero quién te va a creer que esa mina caga al marido con un tipo que es impotente? – dijo.
- No importa – respondió Freud -. Con que Dora lo crea a mí me alcanza.
- Está bien, ¿pero es verdad?
- ¡Qué se yo si es verdad! Tendría que analizar al marido para averiguarlo – dijo Freud, y como era esperable en esta historia, el Sr K ingresó inmediatamente en el café.
- ¿Cómo le va…Dr. K? – dicen que lo saludó Freud.
- “Sr K”, por favor, el Dr. es un quitamanchas – aclaró el hombre, y preguntó si se podía sentar con ellos.
A la venia de Freud, todos los reunidos le abrieron un espacio y apenas se sentó a la mesa, el Sr K preguntó si estaban hablando de él. Freud, instantáneamente, lo apuntó como cornudo. – No, hablábamos de otro - contestó, y le pidió al mozo que trajera un café para el recién llegado.
Mientras estuvo el Sr K en la mesa no se habló de Psicoanálisis. Charlaron de la universidad, de literatura y como cada vez que divagaban, Jung y Reich se trenzaron en una discusión política. El Sr. K aprovechó el bullicio para acercarse con discreción a Freud.
- ¿Cómo sigue Dora? – le preguntó al oído, y Sigmund, que no escuchó a un padrino preocupado sino a un amante comprometido, le comentó que había averiguado mucho sobre “su” vida, sin aclarar sobre la de quién hablaba. El incriminado, ingenuamente, tragó saliva. - ¿Podremos hablar en privado? – le pidió a Freud.
Sigmund se levantó de la mesa, tiró unos florines, saludó a todos en voz en alta y se fue a pasear con el Sr K.
- Vea, Freud - le dijo el hombre una vez que se sintió en confianza – yo no sé lo que le habrá dicho Dora, pero la que me buscó fue ella. Hizo todo para darme a entender que le gustaba, y cuando la avancé me pegó una cachetada. ¡No sé qué le pasa a esa mina! – dijo, y Freud le respondió que era lo que estaba intentando averiguar.
- No le crea nada… - le aconsejó el Sr K.
- Lo mismo me acaba de recomendar Jung, pero ¿cómo es que ella le daba pruebas de que lo amaba? – preguntó Freud, y el Sr K le dijo que era rara, que cuando le acariciaba el pelo a su esposa y la felicitaba por lo bien que lo tenía, lo miraba a él, se pasaba la lengua por los labios y sonreía.
- Discúlpeme Sr K, pero usted es un pelotudo – opinó Freud.
- ¿¡Cómo!?
- No hace falta ser Freud para darse cuenta de que lo están histeriqueando – remarcó Sigmund – Usted no le interesa a Dora, lo seduce para rivalizar con la mujer que es el objeto de amor de la persona que ella si ama, que no es usted, sino el padre..
El Sr K se tomó el tiempo para desmenuzar el silogismo - ¿Me está diciendo cornudo? – concluyó, y por el tono, mezcla de ira y resignación, Freud dedujo que la teoría era correcta.
- Tanto como su mujer si Dora se dejara – contestó el psicoanalista.
Al miércoles siguiente, con un moretón verde que le chorreaba del ojo izquierdo, Freud se reunió con los discípulos y les comunicó que había decidido publicar el caso. “Muchachos, no les prometo que no vayamos a ir en cana, pero si esto sale bien nos paramos para siempre”, dijo.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Mi primer beso de lengua y miel

Un cuento inédito de Soledad Jácome*

Los pétalos de siete rosas rojas flotaban en el agua como las escamas de un pez opaco. Por ese entonces mi mamá estaba convencida de que alguien nos había hecho “un trabajo”, no encontraba otra forma de explicar por qué nos iba tan mal con los hombres y con la plata, sin embargo siempre agradecía nuestra buena salud. Con la intención de solucionar de una vez todos nuestros problemas empezó a frecuentar a un brujo que le había recomendado una compañera de trabajo y seguía paso a paso todos los rituales que él le anotaba en unas hojas rayadas de block de espiral. Ya hacía muchos años no vivíamos juntas, pero todas las semanas yo iba a visitarla a ella y a la casa, que era dónde me había criado y sentía una nostalgia muy grande cuando pasaba un tiempo sin ir ahí. Y en esa época, cuando mi mamá se dejaba asesorar por el vidente para elegir los sahumerios y reubicar los espejos a fin de que no rebotaran en ellos las energías negativas, cada vez que iba a verla tenía una nueva receta para asegurarnos un destino feliz. La casa se fue convirtiendo de a poco en un templo improvisado de magia blanca. Mi mamá la hizo limpiar por un cura, especialista en exorcismos, y guardó en el congelador, adentro de la cubetera, unos pedacitos de papel en los que escribió el nombre de mi papá y de otras personas que, según suponía, podían desearnos el mal. Encendió la parrilla, que no se usaba desde el último asado, por lo menos quince años atrás y quemó cartas, fotos y recuerdos mientras gritaba “muerte al pasado” cada vez que echaba algo al fuego. Yo pensaba que todo lo que hacía era una estupidez y, al principio, discutía mucho con ella porque me indignaba verla seguir paso a paso esas fórmulas esotéricas. Pero después me di cuenta de que le hacía bien, se mantenía entretenida y por más de que tratara de convencerla de que esas cosas no daban resultado ella estaba tan entusiasmada que no iba a escucharme. Así que pensé que debía ser una etapa, como un nuevo hobby, y que se le iba a pasar en cuanto encontrara algo más interesante para hacer. Por eso, con el tiempo, dejé de resistirme a escuchar cada consejo y aceptaba los amuletos y las esencias que me regalaba para ahuyentar la mala suerte. Casi siempre todo terminaba en la basura, salvo los sahumerios de azahar que me encantaban y, al parecer, atraían la felicidad.

Ese día, cuando entré a la casa, me atacó de golpe con un hechizo infalible para atraer el amor. Lo había pedido especialmente para mí, por eso tenía todo preparado cuando llegué: un baño con pétalos de rosas rojas, tres ramitas de canela y un vaso de vino tinto en el agua. Me dijo que no me daba las cosas para que lo hiciera en mi casa porque sabía que lo más probable era que pusiera las rosas en un florero y me tomara el vino. En realidad yo ni siquiera tenía bañadera, así que hubiera sido imposible. Ella se fue al cine, dijo que me dejaba tranquila así podía relajarme y a mí me tentó la idea de un baño de inmersión que hacía años que no me daba.

El papelito que me dejó decía que me tenía que untar miel por todo el cuerpo, pero me pareció demasiado. No quería enchastrarme tanto y pensaba que iba a ser muy difícil sacarme todo el pegote, además, yo no creía en esas cosas. Los pétalos, la canela y el vino ya estaban en el agua, pero la miel no era necesaria, total mi mamá no tendría por qué enterarse de que no la había usado. Podía vaciar el tarro en el inodoro y decirle que seguí las instrucciones al pie de la letra. Pero cuando estaba a punto de meterme en la bañadera me arrepentí, qué mal podía hacerme un poco de miel sobre el cuerpo, quizás hasta me dejara la piel más suave. Nadie tendría por qué enterarse tampoco de que me había untado miel. Así que metí la mano en el frasco, como haciendo cucharita, y me la pasé por la panza, por las tetas, sobre todo cerca del corazón, por la entrepierna y por la boca. Y cuando terminé me chupé lo dedos, como para ingerir un poco, por las dudas.

Me sumergí hasta la nariz y con los labios al ras del agua jugué a hacer burbujas y a soplar los pétalos, que se desparramaron como lunares rojos resbalándose sobre una seda rasgada. Por la ventanita del baño entraba la luz del sábado a la tarde y rebotaba en las paredes con un reflejo de almíbar. Debía concentrarme en el objeto amoroso, según indicaba el conjuro, pero yo no tenía nadie en particular en quién pensar, así que me puse a pensar en Michael Fox. Me lo imaginé saliendo de la pileta en “El secreto de mi éxito”, cuando la mujer del tío lo estaba acosando y le sacó la malla. ¿Por qué me gustaba Michael Fox? En esa época mis amigas colgaban en las paredes de sus piezas pósteres de Tom Cruise o de Rob Love, que eran los galanes del momento y hacían películas de amor en las que lucían sus cuerpos musculosos en las playas y en las escenas eróticas. Pero a mí me gustaba Michael Fox, que siempre hacía algún papel de perdedor en las comedias y tenía que esforzarse mucho para ganarse a la chica porque no era ni el más lindo ni el más exitoso.

La primera vez que lo vi fue en “Volver al futuro”, en el verano del ’86. Yo estaba de vacaciones en Villa Gesell con mis papás y me había hecho amiga de unas nenas que había conocido en la playa. Mariela tenía trece años, igual que yo, y Carolina era un año más grande. Cuando vimos el anuncio del estreno de la película decidimos ir a verla juntas, pero ese día Mariela tenía fiebre y tuvo que quedarse en cama, así que fuimos Carolina y yo solas. A ella también le gustaba Michael Fox y en el cine me apretaba la mano a cada rato cuando él hacía algún salto increíble con la patineta o cuando aparecía con los calzoncillos Calvin Klein. Y al final, cuando él vuelve al presente, se reencuentra con la novia y le da un beso apasionado, Carolina me acarició la pierna. Yo tenía un short muy cortito color verde agua, a veces lo usaba para ir a la playa y apenas me tapada la cola. Ella me pasó la mano por el muslo, rozando el borde de la tela, casi hundiéndola en la entrepierna. Un cosquilleo indescriptible me subió por la panza y se me erizaron los pezones y los pelitos de las piernas que todavía sólo me depilaba de la rodilla para abajo. Cuando salimos me dio mucha vergüenza y creo que a ella también. Teníamos pensado ir a mirar vidrieras o a tomar un helado, pero no sabíamos de qué hablar, estábamos incómodas, así que cada una volvió a su departamento.

A los pocos días nuestros padres organizaron una cena junto con otros dos matrimonios de la playa que tenían hijos un poco más chicos que nosotras. Cuando terminamos de comer nos fuimos a la pieza y los otros chicos quisieron jugar al cuarto oscuro. A mí me parecía que ya estábamos grandes para jugar con nenes de nueve y diez años, pero Carolina y Mariela insistieron y me entusiasmaron con la idea de asustarlos y reírnos cuando salieran corriendo espantados de la pieza. Mariela apagó la luz y cerró la puerta, la oscuridad era total. Después se escondió detrás de la cortina que llegaba hasta el piso. Carolina y yo nos escondimos juntas, en el espacio que quedaba entre la cama marinera y una puerta del placard, que abrimos para que nos tapara como un biombo. Estábamos muy cerca, de frente, yo sentía sus tetas chiquitas hincharse y deshincharse a través de la remera con la cadencia de su respiración. Pasó un rato y los nenes no aparecieron, así que Mariela salió a buscarlos y nos quedamos solas. Seguíamos escondidas, en la misma posición. Sentía el aliento de Carolina muy cerca de mis labios y como me había puesto un brillito me imaginaba que me lo estaba empañando cada vez que largaba el aire tibio por la boca. Tenía un olor muy dulce y hacía un ruido con los dientes, como un sonajero grave.

— ¿Qué estás comiendo? — le pregunté.
— Un caramelo de miel. ¿Querés?
— Sí, dale.
— Abrí la boca.
— ¿Para qué?
— Así te paso el mío, porque no tengo más — me dijo como si fuera lo más natural del mundo.
— Dejá, no importa — respondí muerta de vergüenza, porque sentía la bombacha húmeda y tenía miedo de que ella se diera cuenta de que me estaba excitando.

Me puse nerviosa y el corazón me latía muy rápido. Hacía fuerza para sostener la puerta porque me empezaron a transpirar las manos y se me resbalaba la manija. Pasaron unos segundos que se me hicieron muy largos hasta que sentí la mano de Carolina sobre la frente. Tanteó el mechón de pelo que siempre se me venía sobre la cara y me lo puso detrás de la oreja. Después sentí sus labios pegajosos sobre los míos, abrí la boca despacito y ella empujó el caramelo con la lengua. Lo corrí a un costado, entre la encía y los dientes, para poder devolverle el beso.

martes, 7 de septiembre de 2010

Tanatopraxia

Un cuento inédito de Félix Andreu*

N
o aprendí mi oficio en las universidades ni en salas de estudio; sin embargo creo ser el mejor que hay por aquí. Realizo un trabajo que exige un importante nivel de preparación, exactitud y estabilidad emocional. Además, claro, de una alta dosis de buen gusto. Soy lo que llaman tanatopráctico. Mi arte es conocido en la actualidad con el presuntuoso nombre de tanatoestética. Sin embargo cuando comencé en mi pueblo yo era, simplemente, el que maquillaba a los muertos para los velorios.
Me inicié en esto un poco por casualidad, o por urgencias, o porque el destino me hizo el favor de venir a mí, en lugar de obligarme a buscarlo. Trabajaba en la casa mortuoria de Manfredoni gracias a mi tío, que era amigo del dueño, y me consiguió empleo cuando yo era un adolescente de diecisiete años no muy agraciado y atormentado por las hormonas de la pubertad. Empecé haciendo cualquier cosa y terminé especializándome en aquello que nadie quería hacer: resultó que una viuda con mucha plata y muy compungida no quiso ver a su marido muerto con las secuelas de un disparo en el pómulo derecho, producto de un ajuste de cuentas por deudas impagas. Y nadie en la casa velatoria había tocado jamás un muerto como no fuera para cubrirlo con la mortaja; velarlos era una cosa; maquillarlos, asunto de mujeres en el mejor de los casos, o de necrófilos pervertidos en el peor. No obstante eso, había que tener en cuenta las penas y los billetes de aquella viudita. Me ofrecí de puro voluntarioso y así encontré mi vocación. Claro que hoy no llamaría trabajo a lo que le hice a ese tipo. Con una lija fina y unos polvos de mi madre logré que la herida de bala pareciese un grano o la reminiscencia de un lunar, y gracias a la insistencia de mis manos dibujé en su cara una triste mueca que intentaba pasar por sonrisa. El caso es que la mujer quedó contenta y yo gané un espacio de intimidad con todos los cadáveres que a partir de allí desfilaron por Sepelios Manfredoni.
Con el tiempo me fui perfeccionando. Conseguí libros que leí, compré instrumental y maquillajes, me inicié en el tema de los fluidos después de una entrevista casual en el transcurso de un viaje a Europa, y llegué a saber en muy poco tiempo, mucho más que un iniciado. Me puse metas personales; probé técnicas nuevas, experimentaba cada vez que podía… Por ejemplo,
cuando murió el loco del pueblo, lo retiré de la morgue con la autorización del intendente, el comisario y el juez, y después de unas horas de trabajo en mi laboratorio lo tuve sentado en un sillón del living de mi casa un par de semanas, más lozano, sonriente y cómodo que en los bancos de plaza donde dormía cuando estaba vivo.
Así mi erudición fue superando límites como un árbol que rompe una maceta o levanta con la fuerza de sus raíces las baldosas de una vereda. Sé que soy un referente; con los años me he ido transformando en la fuente de consulta de todas las funerarias de la zona. He ganado dinero, ya que no hago favores a nadie porque mi trabajo es un modo de vida para mí, aunque se trate de decorar la muerte. No me casé nunca ni he tenido hijos; no he amado a nadie de verdad, más que a los muertos. Se podría decir que me posee una sana necrofilia.
Se sabe que no es tema de conversación el fin, ni ocasión para una entrega de medallas, salvo en tiempos de guerra. No espero nada de los vivientes más que su dinero. He visto que cruzan de vereda para no saludarme, y casi nunca soy invitado a sus reuniones. Puedo entenderlo: me identifican con la muerte, de tanto verme sentado junto a ella.
Sí he recibido, una vez, el curioso gesto de gratitud de un difunto. Estoy hablando de Romualdo Gaitán, un cantor de tangos de la década del sesenta que hizo furor en nuestro pueblo y la zona, y que hubiera llegado a ser un referente a nivel nacional, de no ser por un cáncer esofágico fulminante que lo arrebató de los escenarios cuando estaba por cumplir los cuarenta. Hasta ese momento desgraciado, la gente se agolpaba en las puertas de los boliches para oírlo cantar. Era una especie de Agustín Magaldi regional, con una voz aflautada, varonil sin embargo, con veleidades de tenor liviano, al estilo de los cantores del veinte o del treinta; y una pinta de guapo que levantaba una profusa cantidad de suspiros todas las noches en las milongas.
Cuando me lo trajeron se me cerró la garganta. Lo había visto actuar en el boliche De La Rosa (me gusta ir de noche a esos lugares donde nadie mira más que sus penas) y me costó reconocerlo. Tenía los pómulos de un color verde musgo, producto de un extraño sarcoma, y manchas en las encías, el torso y las axilas. Era un muerto, simplemente. Nada que ver con el personaje carismático y seductor que hipnotizaba con su voz en las vigilias de mi pueblo. Me dio lástima; me compadecí de él, y casi sin pensarlo, tomé como desafío personal el hecho de presentarlo por última vez en todo su esplendor, antes de que se lo tragara la tierra para siempre. Pedí que nos dejaran a solas en la intimidad de mi laboratorio, a los dos, esa tarde lluviosa y asfixiante de Enero. Como primera medida, me dispuse a trabajar para frenar el proceso de descomposición. Nadie iba a pagarme un plus por embalsamar el cuerpo, y sin embargo yo tenía decidido que Gaitán iba a despedirse de su público con la frente alta. Así que comencé por drenar el cuerpo y limpiarlo mediante lavados capilares, para luego inyectar los fluidos arteriales que impiden la corrupción y posibilitan la fijación de las vísceras. Después procedí a maquillarlo como a mí me gusta, con tiempo, con amor, con paciencia de artesano, cubriendo, disimulando o quitando, como una némesis de la muerte, las marcas de la enfermedad y la agonía. Me pareció ver, y no era la primera vez que me pasaba, una leve sonrisa en el difunto.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero para cuando terminé, el sol había dejado de pelear con las nubes y la lluvia. Era noche cerrada; calurosa, húmeda, tropical. Gaitán tenía entonces una plácida expresión de paz de la que recuerdo haberme enorgullecido; tan distinta a la mueca bizarra y exánime con la que me lo habían traído. Lo vestí con una bata de raso negra que le había pertenecido y con la que solía salir al escenario en ocasiones. Me sequé la frente con un pañuelo y caminé despacio hacia la kitchenette que tengo en el laboratorio, para tomar una gaseosa. Abrí la heladera, y casi al mismo tiempo escuché un ruido seco, como de algo que se caía. Volví a la sala principal y lo vi. Romualdo Gaitán estaba parado, muerto, pero de pie, mirándome con ojos de gratitud. No pudo hablar (su voz hubiera sonado de ultratumba), pero sí cantar acompañado por una orquesta celestial como no he vuelto a oír otra. Interpretó un solo tango, Griseta, que siempre había sido mi favorito porque habla, cómo no, de una mujer que muere:

Francesita,
que trajiste, pizpireta,
sentimental y coqueta
la poesía del quartier,
¿quién diría
que tu poema de griseta
sólo una estrofa tendría:
la silenciosa agonía
de Margarita Gauthier?

Lo hizo de manera extraordinaria, combinando la frescura de un timbre joven con la experiencia y el aplomo de quien lo ha visto todo. Cuando terminó de tronar el último acorde entonces sí, se desplomó para siempre, tratando de que no se le corriera el maquillaje, y ya no volvió a levantarse.


*Félix Andreu tiene 38 años. Estudió filosofía y teología. Está casado y es padre de dos nenas. Es autor de éste y otros cuentos.







miércoles, 1 de septiembre de 2010

Burania y los bárbaros, un homenaje a José de Zer

Un cuento inédito de Guillermo Piuma*

Burania es un planeta perteneciente a un sistema solar que está en el centro de la Vía Láctea, y es también, en términos galácticos de clase, Primer Mundo de la misma. Su especie inteligente consta de cinco sexos aunque solo tres con capacidad de procreación. Nacen muchos buranos, pero como viven poco en comparación con otra gente y otros planetas, Burania no está superpoblada. El territorio es amplio y en su mayor parte habitable. Los buranos tienen la nariz grande, por encima de la media universal, y andan con sus autos de estrella en estrella como lo haría el Principito. Las montañas de su tierra son altas y ricas en hierro, pero como los buranos entienden que el hierro es la parte impura de la piedra, lo separan de ella y lo desechan. Muchos pueblos, de los suburbios de la galaxia, ya se quejaron de esa costumbre Burana. Ocurre que ellos, los buranos, son un pueblo muy sofisticado, y como no quieren basura en su planeta la tiran en los de alrededor. En consecuencia, como nadie quiere vivir cerca de un basural, cada vez que llega un camión de basura burano a algún planeta vecino, hay manifestaciones y algunas veces no se les permite descargar. Las autoridades buranas empezaron a preocuparse entonces, porque había mucha basura acumulada y eso intranquilizaba al pueblo. Así que decidieron invertir en una flota de camiones hiperestelares de basura, capaces de llegar a los lugares más oscuros de la galaxia, para descargarla donde están los planetas en los que no vive gente.

Horacio era un burano de clase media, joven y buen mozo a pesar de que no tenía pelos en el cuello. En cualquiera de los cinco sexos era un rasgo de virilidad el pelo en el cuello, y ellos se lo adornaban con piecitas de madera agarradas a los mechones más largos. Horacio tenía poco pelo en el cuello, pero era alto y pertenecía a uno de los dos sexos que no podía procrear. Era una suerte nacer así - pensaban los de los otros tres sexos -, porque gozaban de una irresponsabilidad natural. No tenían que preocuparse por mantener ni por criar chicos, ni por el parto ni por el embarazo. Pero a su vez, los del sexo de Horacio (y los del otro que no concebía), se quejaban de que a ellos les tocaba hacer las tareas más baratas y desagradables. Como no necesitaban ahorrar – decían los políticos que, en general, pertenecían a los sexos procreativos – tampoco necesitaban cobrar mucha plata, entonces los mandaban a hacer los trabajos que ellos no querían realizar y a cambio les daban una cantidad de dinero que a ellos, los procreativos, les sobraba.
Horacio y Munia, otro burano del mismo sexo que él, fueron los primeros en conducir un camión hiperestelar de basura. Salieron en la televisión el día que se presentó el proyecto. Estaban arriba del camión vestidos con la camisa verde de mangas cortas con el logo de la Compañía, e hicieron sonar la bocina dos veces antes de empezar el viaje. Munia llevaba la camisa desabrochada porque tenía muchos pelos en el cuello y un montón de adornitos de madera, y le gustaba mostrarlos. A los que eran dueños del camión no les gustó nada que Munia mostrase los pelos por la tele, pero como iba a tardar seis meses en volver no le dijeron nada. Salieron y hubo fuegos artificiales y gritos y aplausos; el camión se elevó por el aire y aceleró en dirección a un sol bien lejano.
Munia y Horacio trabajaban juntos desde hacía mucho tiempo, y aparte de compañeros de trabajo eran amigos de la vida. Durante el viaje, Munia le contó que estaba viéndose con un empleado de mantenimiento que era del otro sexo no procreativo, el preferido para cualquiera de los otros cuatro. Era dicho popular en Burania que no se podía tener un amigo de ese sexo, porque eran muy lindos y siempre estaban bien dispuestos para la cama. También se decía que no eran muy inteligentes, pero eso no era verdad. Se aburrían con las cosas que requieren mucho tiempo para resolverse, pero con las cosas rápidas de la vida se divertían como ninguno, y eso, opinaban, era una cuestión de inteligencia. Él que estaba saliendo con Munia era un burano jovencito, con los pelos del cuello todavía rubios. Horacio le decía a su amigo que era un pervertido, pero él le contestaba que a pesar de la pelusita, el que llevaba las riendas era él. Los de ese sexo eran así, tenían un talento natural para la cama que los científicos buranos no podían explicar. Decían que era el metabolismo de una glándula que tenían en la parte distal del estómago, y que para el resto de los buranos era un apéndice que tenían que extirpar cuando se infectaba. Los de ese sexo se enfermaban poco del apéndice, y los médicos suponían que eso estaba relacionado con su naturaleza deliciosamente sexual. No lo decían con esas palabras porque los científicos buranos eran personas respetables, pero analizaban el apéndice en el microscopio nuclear y buscaban a los individuos más lindos para extraérselo. Después, muchos se acostaban con los sujetos examinados para verificar que ocurría con su conducta una vez que no tenían ese apéndice, pero los resultados de esa contraprueba nunca se publicaban en las revistas de divulgación científica. Por lo general eran negativos, pero así y todo, los científicos se quedaban con los teléfonos de los estudiados por si descubrían alguna mutación.
Munia estaba entusiasmado con su nuevo amor y hablaba todo el tiempo de él, pero Horacio, que tenía la mala suerte de estar enamorado de alguien que podía procrear, prefería no escucharlo. Las relaciones cruzadas (entre procreativos y no procreativos) estaban bien vistas si se trataban de algo casual, pero un proyecto de vida común era insultante para el procreativo. Así que Horacio a veces se ponía triste y cuando Munia le preguntaba qué le pasaba, él decía que nada y seguía manejando el camión.
Como el viaje iba a ser largo tenían víveres a montones y el día anterior a la partida, de contrabando, habían metido drogas en la guantera. Durante el viaje las debían usar de a uno, porque drogarse y manejar estaba prohibido por la Compañía Basurera; pero como estaban muy lejos de Burania y cuando uno estaba drogado el otro se aburría (y viceversa), empezaron a hacerlo juntos mientras el camión cubría los espacios vacíos de la ruta. Se divirtieron mucho durante el viaje, pero en un momento se dieron cuenta de que estaban desviados unos cuantos años luz de su camino. Estaban perdidos en un lugar oscuro y frío que no figuraba en ninguno de los mapas.
- Me parece que allá hay una luz – le dijo Munia a Horacio, señalando un foco pequeño y distante.
Hacia allí movió el camión Horacio. Se metieron con cuidado, era un sistema parecido al de Burania pero que a la vez no se le parecía en nada. Los planetas tenían colores opacos y había un silencio de muerte. Las rocas volaban por el aire y cada tanto, se estrellaban contra la superficie de alguno de los planetas. Era un sistema desértico, y a Munia se le ocurrió que habían descubierto algo que los haría famosos. Horacio decía que no, que el lugar era ideal para descargar basura y que las autoridades de Burania sabrían apreciar la solución. Pero a los dueños del camión, ellos no podían explicarles por qué se habían desviado de la ruta. Horacio y Munia discutían el dilema, entretanto, el camión viajaba hacia la luz del sol central. Pasaron un planeta azul pálido, después uno anaranjado con anillos, después otro que era más grande y turbulento que todos los demás, uno que era como un desierto rojo y después, a lo lejos, vieron otro también azul pero un azul más intenso que el anterior, con manchas blancas y marrones, alrededor del cual giraba un satélite que parecía una pelota de golf. Sorprendidos, Horacio y Munia percibieron en el aire un olor a basura mucho más fuerte que el de su camión.
- ¿¡Quién nos ganó de mano?! – se enojó Munia.
- La mugre que debe haber ahí… – comentó Horacio en un susurro, cuando la cercanía al planeta le permitió sentir su aroma.
Era de noche. Como suelen hacerlo los camiones buranos, escogieron una montaña para aterrizar. Era un cerro bajo y redondeado en comparación a los que había en su planeta. Aunque ese lugar era lindo, lleno de plantas y con un rio, el olor que flotaba en la atmósfera era insoportable para la sensibilidad de una nariz burana. Para ver mejor el camino, prendieron todas las luces del camión.
- ¿Dónde estamos? – preguntó Munia un poco asustado.
Horacio elevó con cuidado la nariz del vehículo, y evitando golpear las rocas con la parte trasera, se abrió paso en un matorral denso y espinoso. De pronto, justo delante de ellos, vieron lo único que nunca hubiesen esperado encontrar allí. Con los ojos llenos de espanto los miraba un indígena montado a un animal de cuatro patas, de aspecto más salvaje que él, y atrás venía otro arrastrando un aparato que, en apariencia, sería un método antiquísimo para envasar y conservar imágenes. Horacio y Munia se quedaron perplejos, y peor, cuando al grito de “¡Seguime, Chango, seguime!”, el primero de los aborígenes espoleó su corcel para emprender contra ellos. - ¡Rajemos! – gritó Munia con honrada cobardía. Horacio metió marcha atrás y tan rápido como pudo, sacó el camión de ese planeta infernal.
Por muchos días, no hablaron sobre lo que habían visto ni de ninguna otra cosa. Volvieron a la ruta original y en menos de un mes estaban descargando la basura donde habían previsto hacerlo.
- ¿Y ahora? – le preguntó Horacio a Munia, una vez que concluyeron el trabajo.
- ¿Ahora qué? – repuso él.
- ¿Contamos o no contamos lo que vimos?
- ¡Estás loco! – gritó Munia - ¿¡Vos viste lo que era ese planeta!? ¡Mirá si a algún boludo se le ocurre ir a explorar!
Horacio se quedó pensando en eso – Aparte, quién nos va a creer… - dijo, y con el consentimiento de Munia puso primera en el camión para volver a casa.

*Guillermo Piuma, autor de éste y otros cuentos.