sábado, 18 de septiembre de 2010

Mi primer beso de lengua y miel

Un cuento inédito de Soledad Jácome*

Los pétalos de siete rosas rojas flotaban en el agua como las escamas de un pez opaco. Por ese entonces mi mamá estaba convencida de que alguien nos había hecho “un trabajo”, no encontraba otra forma de explicar por qué nos iba tan mal con los hombres y con la plata, sin embargo siempre agradecía nuestra buena salud. Con la intención de solucionar de una vez todos nuestros problemas empezó a frecuentar a un brujo que le había recomendado una compañera de trabajo y seguía paso a paso todos los rituales que él le anotaba en unas hojas rayadas de block de espiral. Ya hacía muchos años no vivíamos juntas, pero todas las semanas yo iba a visitarla a ella y a la casa, que era dónde me había criado y sentía una nostalgia muy grande cuando pasaba un tiempo sin ir ahí. Y en esa época, cuando mi mamá se dejaba asesorar por el vidente para elegir los sahumerios y reubicar los espejos a fin de que no rebotaran en ellos las energías negativas, cada vez que iba a verla tenía una nueva receta para asegurarnos un destino feliz. La casa se fue convirtiendo de a poco en un templo improvisado de magia blanca. Mi mamá la hizo limpiar por un cura, especialista en exorcismos, y guardó en el congelador, adentro de la cubetera, unos pedacitos de papel en los que escribió el nombre de mi papá y de otras personas que, según suponía, podían desearnos el mal. Encendió la parrilla, que no se usaba desde el último asado, por lo menos quince años atrás y quemó cartas, fotos y recuerdos mientras gritaba “muerte al pasado” cada vez que echaba algo al fuego. Yo pensaba que todo lo que hacía era una estupidez y, al principio, discutía mucho con ella porque me indignaba verla seguir paso a paso esas fórmulas esotéricas. Pero después me di cuenta de que le hacía bien, se mantenía entretenida y por más de que tratara de convencerla de que esas cosas no daban resultado ella estaba tan entusiasmada que no iba a escucharme. Así que pensé que debía ser una etapa, como un nuevo hobby, y que se le iba a pasar en cuanto encontrara algo más interesante para hacer. Por eso, con el tiempo, dejé de resistirme a escuchar cada consejo y aceptaba los amuletos y las esencias que me regalaba para ahuyentar la mala suerte. Casi siempre todo terminaba en la basura, salvo los sahumerios de azahar que me encantaban y, al parecer, atraían la felicidad.

Ese día, cuando entré a la casa, me atacó de golpe con un hechizo infalible para atraer el amor. Lo había pedido especialmente para mí, por eso tenía todo preparado cuando llegué: un baño con pétalos de rosas rojas, tres ramitas de canela y un vaso de vino tinto en el agua. Me dijo que no me daba las cosas para que lo hiciera en mi casa porque sabía que lo más probable era que pusiera las rosas en un florero y me tomara el vino. En realidad yo ni siquiera tenía bañadera, así que hubiera sido imposible. Ella se fue al cine, dijo que me dejaba tranquila así podía relajarme y a mí me tentó la idea de un baño de inmersión que hacía años que no me daba.

El papelito que me dejó decía que me tenía que untar miel por todo el cuerpo, pero me pareció demasiado. No quería enchastrarme tanto y pensaba que iba a ser muy difícil sacarme todo el pegote, además, yo no creía en esas cosas. Los pétalos, la canela y el vino ya estaban en el agua, pero la miel no era necesaria, total mi mamá no tendría por qué enterarse de que no la había usado. Podía vaciar el tarro en el inodoro y decirle que seguí las instrucciones al pie de la letra. Pero cuando estaba a punto de meterme en la bañadera me arrepentí, qué mal podía hacerme un poco de miel sobre el cuerpo, quizás hasta me dejara la piel más suave. Nadie tendría por qué enterarse tampoco de que me había untado miel. Así que metí la mano en el frasco, como haciendo cucharita, y me la pasé por la panza, por las tetas, sobre todo cerca del corazón, por la entrepierna y por la boca. Y cuando terminé me chupé lo dedos, como para ingerir un poco, por las dudas.

Me sumergí hasta la nariz y con los labios al ras del agua jugué a hacer burbujas y a soplar los pétalos, que se desparramaron como lunares rojos resbalándose sobre una seda rasgada. Por la ventanita del baño entraba la luz del sábado a la tarde y rebotaba en las paredes con un reflejo de almíbar. Debía concentrarme en el objeto amoroso, según indicaba el conjuro, pero yo no tenía nadie en particular en quién pensar, así que me puse a pensar en Michael Fox. Me lo imaginé saliendo de la pileta en “El secreto de mi éxito”, cuando la mujer del tío lo estaba acosando y le sacó la malla. ¿Por qué me gustaba Michael Fox? En esa época mis amigas colgaban en las paredes de sus piezas pósteres de Tom Cruise o de Rob Love, que eran los galanes del momento y hacían películas de amor en las que lucían sus cuerpos musculosos en las playas y en las escenas eróticas. Pero a mí me gustaba Michael Fox, que siempre hacía algún papel de perdedor en las comedias y tenía que esforzarse mucho para ganarse a la chica porque no era ni el más lindo ni el más exitoso.

La primera vez que lo vi fue en “Volver al futuro”, en el verano del ’86. Yo estaba de vacaciones en Villa Gesell con mis papás y me había hecho amiga de unas nenas que había conocido en la playa. Mariela tenía trece años, igual que yo, y Carolina era un año más grande. Cuando vimos el anuncio del estreno de la película decidimos ir a verla juntas, pero ese día Mariela tenía fiebre y tuvo que quedarse en cama, así que fuimos Carolina y yo solas. A ella también le gustaba Michael Fox y en el cine me apretaba la mano a cada rato cuando él hacía algún salto increíble con la patineta o cuando aparecía con los calzoncillos Calvin Klein. Y al final, cuando él vuelve al presente, se reencuentra con la novia y le da un beso apasionado, Carolina me acarició la pierna. Yo tenía un short muy cortito color verde agua, a veces lo usaba para ir a la playa y apenas me tapada la cola. Ella me pasó la mano por el muslo, rozando el borde de la tela, casi hundiéndola en la entrepierna. Un cosquilleo indescriptible me subió por la panza y se me erizaron los pezones y los pelitos de las piernas que todavía sólo me depilaba de la rodilla para abajo. Cuando salimos me dio mucha vergüenza y creo que a ella también. Teníamos pensado ir a mirar vidrieras o a tomar un helado, pero no sabíamos de qué hablar, estábamos incómodas, así que cada una volvió a su departamento.

A los pocos días nuestros padres organizaron una cena junto con otros dos matrimonios de la playa que tenían hijos un poco más chicos que nosotras. Cuando terminamos de comer nos fuimos a la pieza y los otros chicos quisieron jugar al cuarto oscuro. A mí me parecía que ya estábamos grandes para jugar con nenes de nueve y diez años, pero Carolina y Mariela insistieron y me entusiasmaron con la idea de asustarlos y reírnos cuando salieran corriendo espantados de la pieza. Mariela apagó la luz y cerró la puerta, la oscuridad era total. Después se escondió detrás de la cortina que llegaba hasta el piso. Carolina y yo nos escondimos juntas, en el espacio que quedaba entre la cama marinera y una puerta del placard, que abrimos para que nos tapara como un biombo. Estábamos muy cerca, de frente, yo sentía sus tetas chiquitas hincharse y deshincharse a través de la remera con la cadencia de su respiración. Pasó un rato y los nenes no aparecieron, así que Mariela salió a buscarlos y nos quedamos solas. Seguíamos escondidas, en la misma posición. Sentía el aliento de Carolina muy cerca de mis labios y como me había puesto un brillito me imaginaba que me lo estaba empañando cada vez que largaba el aire tibio por la boca. Tenía un olor muy dulce y hacía un ruido con los dientes, como un sonajero grave.

— ¿Qué estás comiendo? — le pregunté.
— Un caramelo de miel. ¿Querés?
— Sí, dale.
— Abrí la boca.
— ¿Para qué?
— Así te paso el mío, porque no tengo más — me dijo como si fuera lo más natural del mundo.
— Dejá, no importa — respondí muerta de vergüenza, porque sentía la bombacha húmeda y tenía miedo de que ella se diera cuenta de que me estaba excitando.

Me puse nerviosa y el corazón me latía muy rápido. Hacía fuerza para sostener la puerta porque me empezaron a transpirar las manos y se me resbalaba la manija. Pasaron unos segundos que se me hicieron muy largos hasta que sentí la mano de Carolina sobre la frente. Tanteó el mechón de pelo que siempre se me venía sobre la cara y me lo puso detrás de la oreja. Después sentí sus labios pegajosos sobre los míos, abrí la boca despacito y ella empujó el caramelo con la lengua. Lo corrí a un costado, entre la encía y los dientes, para poder devolverle el beso.

martes, 7 de septiembre de 2010

Tanatopraxia

Un cuento inédito de Félix Andreu*

N
o aprendí mi oficio en las universidades ni en salas de estudio; sin embargo creo ser el mejor que hay por aquí. Realizo un trabajo que exige un importante nivel de preparación, exactitud y estabilidad emocional. Además, claro, de una alta dosis de buen gusto. Soy lo que llaman tanatopráctico. Mi arte es conocido en la actualidad con el presuntuoso nombre de tanatoestética. Sin embargo cuando comencé en mi pueblo yo era, simplemente, el que maquillaba a los muertos para los velorios.
Me inicié en esto un poco por casualidad, o por urgencias, o porque el destino me hizo el favor de venir a mí, en lugar de obligarme a buscarlo. Trabajaba en la casa mortuoria de Manfredoni gracias a mi tío, que era amigo del dueño, y me consiguió empleo cuando yo era un adolescente de diecisiete años no muy agraciado y atormentado por las hormonas de la pubertad. Empecé haciendo cualquier cosa y terminé especializándome en aquello que nadie quería hacer: resultó que una viuda con mucha plata y muy compungida no quiso ver a su marido muerto con las secuelas de un disparo en el pómulo derecho, producto de un ajuste de cuentas por deudas impagas. Y nadie en la casa velatoria había tocado jamás un muerto como no fuera para cubrirlo con la mortaja; velarlos era una cosa; maquillarlos, asunto de mujeres en el mejor de los casos, o de necrófilos pervertidos en el peor. No obstante eso, había que tener en cuenta las penas y los billetes de aquella viudita. Me ofrecí de puro voluntarioso y así encontré mi vocación. Claro que hoy no llamaría trabajo a lo que le hice a ese tipo. Con una lija fina y unos polvos de mi madre logré que la herida de bala pareciese un grano o la reminiscencia de un lunar, y gracias a la insistencia de mis manos dibujé en su cara una triste mueca que intentaba pasar por sonrisa. El caso es que la mujer quedó contenta y yo gané un espacio de intimidad con todos los cadáveres que a partir de allí desfilaron por Sepelios Manfredoni.
Con el tiempo me fui perfeccionando. Conseguí libros que leí, compré instrumental y maquillajes, me inicié en el tema de los fluidos después de una entrevista casual en el transcurso de un viaje a Europa, y llegué a saber en muy poco tiempo, mucho más que un iniciado. Me puse metas personales; probé técnicas nuevas, experimentaba cada vez que podía… Por ejemplo,
cuando murió el loco del pueblo, lo retiré de la morgue con la autorización del intendente, el comisario y el juez, y después de unas horas de trabajo en mi laboratorio lo tuve sentado en un sillón del living de mi casa un par de semanas, más lozano, sonriente y cómodo que en los bancos de plaza donde dormía cuando estaba vivo.
Así mi erudición fue superando límites como un árbol que rompe una maceta o levanta con la fuerza de sus raíces las baldosas de una vereda. Sé que soy un referente; con los años me he ido transformando en la fuente de consulta de todas las funerarias de la zona. He ganado dinero, ya que no hago favores a nadie porque mi trabajo es un modo de vida para mí, aunque se trate de decorar la muerte. No me casé nunca ni he tenido hijos; no he amado a nadie de verdad, más que a los muertos. Se podría decir que me posee una sana necrofilia.
Se sabe que no es tema de conversación el fin, ni ocasión para una entrega de medallas, salvo en tiempos de guerra. No espero nada de los vivientes más que su dinero. He visto que cruzan de vereda para no saludarme, y casi nunca soy invitado a sus reuniones. Puedo entenderlo: me identifican con la muerte, de tanto verme sentado junto a ella.
Sí he recibido, una vez, el curioso gesto de gratitud de un difunto. Estoy hablando de Romualdo Gaitán, un cantor de tangos de la década del sesenta que hizo furor en nuestro pueblo y la zona, y que hubiera llegado a ser un referente a nivel nacional, de no ser por un cáncer esofágico fulminante que lo arrebató de los escenarios cuando estaba por cumplir los cuarenta. Hasta ese momento desgraciado, la gente se agolpaba en las puertas de los boliches para oírlo cantar. Era una especie de Agustín Magaldi regional, con una voz aflautada, varonil sin embargo, con veleidades de tenor liviano, al estilo de los cantores del veinte o del treinta; y una pinta de guapo que levantaba una profusa cantidad de suspiros todas las noches en las milongas.
Cuando me lo trajeron se me cerró la garganta. Lo había visto actuar en el boliche De La Rosa (me gusta ir de noche a esos lugares donde nadie mira más que sus penas) y me costó reconocerlo. Tenía los pómulos de un color verde musgo, producto de un extraño sarcoma, y manchas en las encías, el torso y las axilas. Era un muerto, simplemente. Nada que ver con el personaje carismático y seductor que hipnotizaba con su voz en las vigilias de mi pueblo. Me dio lástima; me compadecí de él, y casi sin pensarlo, tomé como desafío personal el hecho de presentarlo por última vez en todo su esplendor, antes de que se lo tragara la tierra para siempre. Pedí que nos dejaran a solas en la intimidad de mi laboratorio, a los dos, esa tarde lluviosa y asfixiante de Enero. Como primera medida, me dispuse a trabajar para frenar el proceso de descomposición. Nadie iba a pagarme un plus por embalsamar el cuerpo, y sin embargo yo tenía decidido que Gaitán iba a despedirse de su público con la frente alta. Así que comencé por drenar el cuerpo y limpiarlo mediante lavados capilares, para luego inyectar los fluidos arteriales que impiden la corrupción y posibilitan la fijación de las vísceras. Después procedí a maquillarlo como a mí me gusta, con tiempo, con amor, con paciencia de artesano, cubriendo, disimulando o quitando, como una némesis de la muerte, las marcas de la enfermedad y la agonía. Me pareció ver, y no era la primera vez que me pasaba, una leve sonrisa en el difunto.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero para cuando terminé, el sol había dejado de pelear con las nubes y la lluvia. Era noche cerrada; calurosa, húmeda, tropical. Gaitán tenía entonces una plácida expresión de paz de la que recuerdo haberme enorgullecido; tan distinta a la mueca bizarra y exánime con la que me lo habían traído. Lo vestí con una bata de raso negra que le había pertenecido y con la que solía salir al escenario en ocasiones. Me sequé la frente con un pañuelo y caminé despacio hacia la kitchenette que tengo en el laboratorio, para tomar una gaseosa. Abrí la heladera, y casi al mismo tiempo escuché un ruido seco, como de algo que se caía. Volví a la sala principal y lo vi. Romualdo Gaitán estaba parado, muerto, pero de pie, mirándome con ojos de gratitud. No pudo hablar (su voz hubiera sonado de ultratumba), pero sí cantar acompañado por una orquesta celestial como no he vuelto a oír otra. Interpretó un solo tango, Griseta, que siempre había sido mi favorito porque habla, cómo no, de una mujer que muere:

Francesita,
que trajiste, pizpireta,
sentimental y coqueta
la poesía del quartier,
¿quién diría
que tu poema de griseta
sólo una estrofa tendría:
la silenciosa agonía
de Margarita Gauthier?

Lo hizo de manera extraordinaria, combinando la frescura de un timbre joven con la experiencia y el aplomo de quien lo ha visto todo. Cuando terminó de tronar el último acorde entonces sí, se desplomó para siempre, tratando de que no se le corriera el maquillaje, y ya no volvió a levantarse.


*Félix Andreu tiene 38 años. Estudió filosofía y teología. Está casado y es padre de dos nenas. Es autor de éste y otros cuentos.







miércoles, 1 de septiembre de 2010

Burania y los bárbaros, un homenaje a José de Zer

Un cuento inédito de Guillermo Piuma*

Burania es un planeta perteneciente a un sistema solar que está en el centro de la Vía Láctea, y es también, en términos galácticos de clase, Primer Mundo de la misma. Su especie inteligente consta de cinco sexos aunque solo tres con capacidad de procreación. Nacen muchos buranos, pero como viven poco en comparación con otra gente y otros planetas, Burania no está superpoblada. El territorio es amplio y en su mayor parte habitable. Los buranos tienen la nariz grande, por encima de la media universal, y andan con sus autos de estrella en estrella como lo haría el Principito. Las montañas de su tierra son altas y ricas en hierro, pero como los buranos entienden que el hierro es la parte impura de la piedra, lo separan de ella y lo desechan. Muchos pueblos, de los suburbios de la galaxia, ya se quejaron de esa costumbre Burana. Ocurre que ellos, los buranos, son un pueblo muy sofisticado, y como no quieren basura en su planeta la tiran en los de alrededor. En consecuencia, como nadie quiere vivir cerca de un basural, cada vez que llega un camión de basura burano a algún planeta vecino, hay manifestaciones y algunas veces no se les permite descargar. Las autoridades buranas empezaron a preocuparse entonces, porque había mucha basura acumulada y eso intranquilizaba al pueblo. Así que decidieron invertir en una flota de camiones hiperestelares de basura, capaces de llegar a los lugares más oscuros de la galaxia, para descargarla donde están los planetas en los que no vive gente.

Horacio era un burano de clase media, joven y buen mozo a pesar de que no tenía pelos en el cuello. En cualquiera de los cinco sexos era un rasgo de virilidad el pelo en el cuello, y ellos se lo adornaban con piecitas de madera agarradas a los mechones más largos. Horacio tenía poco pelo en el cuello, pero era alto y pertenecía a uno de los dos sexos que no podía procrear. Era una suerte nacer así - pensaban los de los otros tres sexos -, porque gozaban de una irresponsabilidad natural. No tenían que preocuparse por mantener ni por criar chicos, ni por el parto ni por el embarazo. Pero a su vez, los del sexo de Horacio (y los del otro que no concebía), se quejaban de que a ellos les tocaba hacer las tareas más baratas y desagradables. Como no necesitaban ahorrar – decían los políticos que, en general, pertenecían a los sexos procreativos – tampoco necesitaban cobrar mucha plata, entonces los mandaban a hacer los trabajos que ellos no querían realizar y a cambio les daban una cantidad de dinero que a ellos, los procreativos, les sobraba.
Horacio y Munia, otro burano del mismo sexo que él, fueron los primeros en conducir un camión hiperestelar de basura. Salieron en la televisión el día que se presentó el proyecto. Estaban arriba del camión vestidos con la camisa verde de mangas cortas con el logo de la Compañía, e hicieron sonar la bocina dos veces antes de empezar el viaje. Munia llevaba la camisa desabrochada porque tenía muchos pelos en el cuello y un montón de adornitos de madera, y le gustaba mostrarlos. A los que eran dueños del camión no les gustó nada que Munia mostrase los pelos por la tele, pero como iba a tardar seis meses en volver no le dijeron nada. Salieron y hubo fuegos artificiales y gritos y aplausos; el camión se elevó por el aire y aceleró en dirección a un sol bien lejano.
Munia y Horacio trabajaban juntos desde hacía mucho tiempo, y aparte de compañeros de trabajo eran amigos de la vida. Durante el viaje, Munia le contó que estaba viéndose con un empleado de mantenimiento que era del otro sexo no procreativo, el preferido para cualquiera de los otros cuatro. Era dicho popular en Burania que no se podía tener un amigo de ese sexo, porque eran muy lindos y siempre estaban bien dispuestos para la cama. También se decía que no eran muy inteligentes, pero eso no era verdad. Se aburrían con las cosas que requieren mucho tiempo para resolverse, pero con las cosas rápidas de la vida se divertían como ninguno, y eso, opinaban, era una cuestión de inteligencia. Él que estaba saliendo con Munia era un burano jovencito, con los pelos del cuello todavía rubios. Horacio le decía a su amigo que era un pervertido, pero él le contestaba que a pesar de la pelusita, el que llevaba las riendas era él. Los de ese sexo eran así, tenían un talento natural para la cama que los científicos buranos no podían explicar. Decían que era el metabolismo de una glándula que tenían en la parte distal del estómago, y que para el resto de los buranos era un apéndice que tenían que extirpar cuando se infectaba. Los de ese sexo se enfermaban poco del apéndice, y los médicos suponían que eso estaba relacionado con su naturaleza deliciosamente sexual. No lo decían con esas palabras porque los científicos buranos eran personas respetables, pero analizaban el apéndice en el microscopio nuclear y buscaban a los individuos más lindos para extraérselo. Después, muchos se acostaban con los sujetos examinados para verificar que ocurría con su conducta una vez que no tenían ese apéndice, pero los resultados de esa contraprueba nunca se publicaban en las revistas de divulgación científica. Por lo general eran negativos, pero así y todo, los científicos se quedaban con los teléfonos de los estudiados por si descubrían alguna mutación.
Munia estaba entusiasmado con su nuevo amor y hablaba todo el tiempo de él, pero Horacio, que tenía la mala suerte de estar enamorado de alguien que podía procrear, prefería no escucharlo. Las relaciones cruzadas (entre procreativos y no procreativos) estaban bien vistas si se trataban de algo casual, pero un proyecto de vida común era insultante para el procreativo. Así que Horacio a veces se ponía triste y cuando Munia le preguntaba qué le pasaba, él decía que nada y seguía manejando el camión.
Como el viaje iba a ser largo tenían víveres a montones y el día anterior a la partida, de contrabando, habían metido drogas en la guantera. Durante el viaje las debían usar de a uno, porque drogarse y manejar estaba prohibido por la Compañía Basurera; pero como estaban muy lejos de Burania y cuando uno estaba drogado el otro se aburría (y viceversa), empezaron a hacerlo juntos mientras el camión cubría los espacios vacíos de la ruta. Se divirtieron mucho durante el viaje, pero en un momento se dieron cuenta de que estaban desviados unos cuantos años luz de su camino. Estaban perdidos en un lugar oscuro y frío que no figuraba en ninguno de los mapas.
- Me parece que allá hay una luz – le dijo Munia a Horacio, señalando un foco pequeño y distante.
Hacia allí movió el camión Horacio. Se metieron con cuidado, era un sistema parecido al de Burania pero que a la vez no se le parecía en nada. Los planetas tenían colores opacos y había un silencio de muerte. Las rocas volaban por el aire y cada tanto, se estrellaban contra la superficie de alguno de los planetas. Era un sistema desértico, y a Munia se le ocurrió que habían descubierto algo que los haría famosos. Horacio decía que no, que el lugar era ideal para descargar basura y que las autoridades de Burania sabrían apreciar la solución. Pero a los dueños del camión, ellos no podían explicarles por qué se habían desviado de la ruta. Horacio y Munia discutían el dilema, entretanto, el camión viajaba hacia la luz del sol central. Pasaron un planeta azul pálido, después uno anaranjado con anillos, después otro que era más grande y turbulento que todos los demás, uno que era como un desierto rojo y después, a lo lejos, vieron otro también azul pero un azul más intenso que el anterior, con manchas blancas y marrones, alrededor del cual giraba un satélite que parecía una pelota de golf. Sorprendidos, Horacio y Munia percibieron en el aire un olor a basura mucho más fuerte que el de su camión.
- ¿¡Quién nos ganó de mano?! – se enojó Munia.
- La mugre que debe haber ahí… – comentó Horacio en un susurro, cuando la cercanía al planeta le permitió sentir su aroma.
Era de noche. Como suelen hacerlo los camiones buranos, escogieron una montaña para aterrizar. Era un cerro bajo y redondeado en comparación a los que había en su planeta. Aunque ese lugar era lindo, lleno de plantas y con un rio, el olor que flotaba en la atmósfera era insoportable para la sensibilidad de una nariz burana. Para ver mejor el camino, prendieron todas las luces del camión.
- ¿Dónde estamos? – preguntó Munia un poco asustado.
Horacio elevó con cuidado la nariz del vehículo, y evitando golpear las rocas con la parte trasera, se abrió paso en un matorral denso y espinoso. De pronto, justo delante de ellos, vieron lo único que nunca hubiesen esperado encontrar allí. Con los ojos llenos de espanto los miraba un indígena montado a un animal de cuatro patas, de aspecto más salvaje que él, y atrás venía otro arrastrando un aparato que, en apariencia, sería un método antiquísimo para envasar y conservar imágenes. Horacio y Munia se quedaron perplejos, y peor, cuando al grito de “¡Seguime, Chango, seguime!”, el primero de los aborígenes espoleó su corcel para emprender contra ellos. - ¡Rajemos! – gritó Munia con honrada cobardía. Horacio metió marcha atrás y tan rápido como pudo, sacó el camión de ese planeta infernal.
Por muchos días, no hablaron sobre lo que habían visto ni de ninguna otra cosa. Volvieron a la ruta original y en menos de un mes estaban descargando la basura donde habían previsto hacerlo.
- ¿Y ahora? – le preguntó Horacio a Munia, una vez que concluyeron el trabajo.
- ¿Ahora qué? – repuso él.
- ¿Contamos o no contamos lo que vimos?
- ¡Estás loco! – gritó Munia - ¿¡Vos viste lo que era ese planeta!? ¡Mirá si a algún boludo se le ocurre ir a explorar!
Horacio se quedó pensando en eso – Aparte, quién nos va a creer… - dijo, y con el consentimiento de Munia puso primera en el camión para volver a casa.

*Guillermo Piuma, autor de éste y otros cuentos.