viernes, 7 de enero de 2011

Jesús Benjamín

Como no amarla si se llamaba María, Luz María. Lloraba con tanta intensidad que yo disfrutaba mirar sus ojos hinchados, sabía que eran el signo de una profunda pasión adolescente. La más linda tenía un vestido azul, la llevaba al cuarto de herramientas, por la cintura la sujetaba en la prensa, con clavos y tornillos fingía torturarla. María miraba la escena como la destrucción de su propia carne. Como la virgen debió mirar hacia lo alto de la cruz. Yo mismo me convertía en el héroe que la salvaba de mis propias garras, así logré que tuviera en mi lo necesario para sentir el contraste que le gustaba.
Al salir de la escuela secundaria caminaba con mis amigos al taller de carpintería, quería trabajar la madera como mi padre, esas cajas para joyas en piedritas, espejos o nácar eran hermosas pero casi imposibles para mis manos torpes. Apenas podía cortar las patas de una silla, el torno se me dificultaba por que acariciando la madera sólo pensaba en las piernas de Carolina, que se sentaba a mi lado en clase de Matemáticas.
Los cuates se despedían en la esquina, después de tomar refrescos de limón, yo subía hasta la azotea del edificio, ahí en el centro estaba la casa del conserje. Al entrar por la puerta los oficinistas a los que mamá les vendía almuerzos se limpiaban los bigotes, mis hermanas y yo nos sentábamos en los lugares que iban quedando y mamá nos servía la comida. Ella lavaba las ollas en el lavadero grande de afuera. Mis hermanas se encargaban de los platos en el fregadero de la cocina, yo tenía que acomodar las mesas y sillas plegadas en el armario y dejar solo cinco en la mesa de madera. Mientras tanto papá iba a revisar todo el edificio para cerrar las oficinas que ya
estuvieran libres. Él y mi madre eran los conserjes de ese lugar en la calle Bucareli.
Yo fingía hacer la tarea esperando escuchar tintineo de las llaves del edificio cuando mi papa subía por las escaleras, mientras él dormía una siesta mi mamá iba al era el momento de ir a explorar. El noveno piso estaba lleno de médicos, el cuarto de abogados, el séptimo era el de los dentistas y en el tercero había actuarios y un notario con sus tres secretarias. En los demás pisos había de todo, esos eran los interesantes, la aventura iniciaba robando las llaves de la conserjería a mi padre para explorar en los rincones desconocidos del edificio, probar lo que ahí encontráramos y salir sin dejar rastro.
Martita, la hermana pequeña siempre iba atrás, no podíamos dejarla, era la perfecta coartada. Imaginábamos que eso era un viaje a otros mundos. Antes de abrir cada puerta la adrenalina recorría el cuerpo y el primer vistazo era como descubrir América. Jugábamos con los aparatos de consultorios y oficinas. Imaginábamos historias como las de las novelas quincenales, era una diferente en cada oficina. En los consultorios médicos había rastros de sufrimiento, matizados con la reproducción offset de una pintura. Mi preferida era una en la que se veían tres mujeres jóvenes, felices, desnudas, se tomaban de las manos y formaban un círculo, parecía que bailaban entre naranjos con frutas maduras, cuando la tenía en frente no podía dejar de mirarla
En el sexto piso había cuatro oficinas intercomunicadas que tenían cámaras y proyectores de películas. También una máquina donde miraban con una lupa cada cuadrito de la cinta, había navajas y pegamento para cortar y pegar. Un día descubrimos cómo encender
el proyector, pero antes de que saliera alguna imagen de él Martita se aburrió y se fue, prefería jugar en los pasillos y en el elevador. La máquina tenía ruedas así que la movimos hasta encontrar el lugar ideal. Sobre el rectángulo blanco pintado en la pared se dibujaron dos personajes. Un hombre y una mujer, entraban en una habitación, vestían elegantes. No supimos donde o cómo poner el sonido, así que imaginamos lo que estarían diciendo. La situación era tensa, ni María ni yo sabíamos a dónde llegaría. La curiosidad que producían las imágenes en movimiento había superado la palabra aventura, esos personajes se habían besado mientras se desnudaban caóticamente. Ella era morena, el cabello largo y negro le caía sobre los muslos al estar sentada frente a él. Las piernas abiertas dejaban ver el pelo y el sexo debajo. Él mantenía su actitud de galán pero ella era quien dirigía cada movimiento con gestos sutiles.
María estaba a mi lado su respiración se oía profunda y acelerada, torcía su cabello y los ojos se le nublaron. La mujer arriba del hombre movía su cadera en todas direcciones, él la estrangulaba por la cintura, después de un beso, que se transformó en mordida, ella elevó el tronco, infló tanto como pudo el pecho e hizo el último movimiento, imperceptible a la cámara, un movimiento interno, despiadado y femenino. El hombre perdió la conciencia por un momento. Ella cerró los ojos, feliz, satisfecha y convulsa.
María se tomaba demasiado en serio las historias y los personajes. Esa historia nos gustó a los dos. La representamos en ese mismo sillón de piel, delante de la máquina proyectora, en silencio igual que los personajes, pero en su cuerpo se veía el mismo placer, yo ni siquiera parecía un hombre, imaginé que lo era y también me puse a sus pies, a sus piernas a su vientre a sus pechos. Era un vicio esa
piel. La cinta se había terminado hace rato, nos dimos cuenta de la existencia del tiempo, mamá debía estar buscándonos. Apagamos todo, intentamos no dejar rastro. Ni de la escena ni de nuestra representación.
Después de ese día Martita ya no podía estar mientras jugábamos, no entendíamos muy bien qué pasaba en esos momentos, nadie hablaba de algo parecido, resultaba tan estremecedor, yo no quería que nada lo alterara o terminara. Pero nada bueno dura para siempre, sin saberlo, habíamos cometido un grave pecado. Mi hermana María fue al piso de los doctores de día, con mi mamá, la llevaron por que no se sentía bien desde hace una semana. Yo pensé que ya no quería jugar conmigo, que ahora me haría sufrir con su indiferencia. Recurría a eso cuando se aburría de algún juego o de mi. Pero su forma de mirarme era algo que no conocía.
Mi madre no me miraba, se encerró en la habitación con María. Mi padre lo único que pudo hacer fue golpearme tal como lo golpeaban a él cuando niño, lloraba y gritaba sus recuerdos, maldecía su ignorancia, el último golpe que me derribó, fue en la cara, desde entonces sigo mirando al mundo desde abajo. Yo me escapé, como sólo conocía las cantinas donde él pasaba las tardes llorando su infeliz historia fui con los viejos teporochos a llorar la mía, ahí adentro todos ahogan sus historias, nadie las recuerda afuera. Tres días pasaron hasta que mi madre me encontró, estuve recuperándome en una habitación del sótano del edificio.
María, la hermana mayor, sería madre. Yo fui crucificado por mi familia. Ni ella ni yo sabíamos que lo que sucedió no era un juego, el peor pecado fue la ignorancia. Esa niña que nació de nosotros ahora está enferma e indefensa, es una mujer joven y muere lentamente.
Desde hace treinta años pienso que no debió nacer, pero aquí está, tan presente como ese momento en la sala que encerraba las cámaras de cine. Mi purgatorio ha sido el mismo que el de mi padre, el aguardiente, el mezcal y el ron. Antes sentía que la muerte sería mi castigo, ahora creo que será mi salvación. Pero no la mereceré hasta desinfectar mi cuerpo, es lo que estoy haciendo en este momento.
Tres litros de alcohol etílico y refresco. Espero que sean suficientes, no quiero despedidas tristes, sólo mi madre ha sentido mi presencia y mi ausencia, los demás me borraron de sus vidas, les recuerdo lo impronunciable, lo monstruoso. Nunca pude hacer una vida sin el estigma de la vergüenza sobre mi frente, como corona de espinas. María lloró su vergüenza y se limpió, parió y quedó santificada. Todos representaron un gran teatro en el que mi hija jugaría el papel de hermana menor. A mi me echaron de la casa y solo volví para no morir solo, he soñado con el silencio eterno desde el momento en el que no pude levantarme del suelo y tuve que vivir reptando. Siento que estoy cerca, he bebido ya dos litros, en mi estómago ya se inició un incendio.

jueves, 6 de enero de 2011

Secretos largos

Un cuento inédito de Soledad Jácome*

Estábamos en Villa Gesell, en un camping que tenía un sector para casas rodantes. Mis tíos iban todos los años y reservaban siempre el mismo lote por todo febrero. Les gustaba ese rincón porque estaba en uno de los ángulos de la ligustrina que cercaba todo el lugar, apartado del quincho comunitario y de los baños. Además, como estaba en una esquina, teníamos vecinos sólo a la izquierda y el espacio que quedaba detrás de la casa rodante era como un patio privado en el que comíamos y tomábamos sol sin que nadie nos molestara. El camping estaba rodeado por pinos que se alineaban sobre los médanos como las cerdas de un cepillo.

Yo había ido de vacaciones con mis tíos y mi prima, como los últimos tres veranos. Para ese entonces ya tenía quince y un hermano siete años mayor con el que casi ni me relacionaba, no nos llevábamos mal pero tampoco teníamos nada en común. Mi mamá se había muerto hacía unos años y al tiempo mi hermano se fue a vivir solo, así que nos veíamos poco. Yo me quedé con mi papá. Él me cuidaba, estaba siempre atento a que no me faltara nada, pero teníamos una relación distante. Era muy disciplinado en la vida cotidiana, estricto con la puntualidad, el orden y las reglas bajo las que había que vivir en casa. Cuando era chica, si tenía que pedirle permiso para hacer algo siempre lo hacía a través de mi mamá, acercarme a él me daba miedo. No era un miedo concreto, él no era un hombre agresivo y el temor que yo tenía no era a sus retos o castigos, era miedo a molestarlo. Parecía vivir dentro de un escudo electromagnético y yo siempre procuraba mantener cierta distancia porque si me acercaba demasiado se activaba y él empezaba a protestar porque lo interrumpía con cualquier pavada.

Mi prima Julia era dos años más grande que yo y nos llevábamos muy bien; desde que murió mi mamá yo pasaba mucho tiempo en su casa. Mi tía le decía que me cuidara, que charlara conmigo así me distraía y no andaba siempre tan triste, pero ella no lo hacía como un esfuerzo ni porque mi tía se lo hubiera pedido. Le gustaba estar conmigo, enseñarme cosas y presumir de su experiencia con los chicos. Julia era hija única y en ese momento pasé a ser como su hermana menor. Para mí era un referente de lo que era ser una chica grande, andaba siempre atrás de ella tratando de copiar sus gestos, sus frases con doble sentido, su manera de agarrar el cigarrillo. Ella me dejaba seguirla y me presentaba a sus amigos. Yo admiraba que fuera tan segura, no tenía vergüenza, siempre hacía chistes y tenía una risa fuerte y contagiosa.

Ese verano mi prima había invitado a una amiga, Andrea. Cuando lo supe me puse celosa, pensé que si quería estar con una chica de su edad era porque se aburría conmigo y que seguro iban a ir a bailar o a salir con chicos más grandes. Mi prima había terminado el secundario y para mí eso generaba un abismo entre nosotras. Después de las vacaciones ella tenía pensado buscar trabajo y empezar la facultad, iba a entrar en el mundo adulto y yo todavía me sentía una nena. Hasta entonces habíamos estado muy unidas y me daba miedo que perdiéramos eso.

La noche anterior a salir de viaje me había quedado a dormir en lo de mis tíos y antes de acostarnos le pregunté a Julia por la chica que había invitado, quería saber cómo era, de dónde la conocía, que me hablara de ella. Me contó que era una amiga del colegio pero no me dio más detalles, no parecía darle mucha importancia. Salimos temprano a la mañana y pasamos a buscar a Andrea por la casa. No llegamos a tocar el timbre, ella estaba atenta al motor y apenas mi tío estacionó el auto en la puerta salió y bajó ágil los cuatro escalones hasta llegar a la vereda. Tenía puesto un mini-short color durazno que le llegaba justo a la mitad del ombligo, atado con un cordón a la cintura, y una musculosa blanca muy cortita que no tenía terminación, la tela parecía desgarrada como si la hubiera cortado a mano antes de salir. En la cabeza tenía una vincha de toalla verde agua y el resto del pelo suelto y rebajado, largo hasta la mitad de la espalda. En cuanto la vi me pareció tan linda, tenía una sonrisa amplia de labios pintados de rosa suavecito y los ojos de un turquesa aguado y translúcido. En seguida me tranquilicé, algo en su mirada y en su voz me hizo sentir bien. Durante el viaje nos la pasamos hablando las tres, ellas me contaban cosas de la fiesta de egresados y, como estaban mis tíos, cuando me querían decir algo que ellos no podían escuchar Andrea se acercaba y me lo decía al oído. Yo cerraba los ojos, su aliento tibio cerca del cuello me hacía cosquillas, quería que me contara secretos largos.

Mi miedo a que salieran solas y me dejaran de lado desapareció al poco tiempo. A ellas no les gustaba ir a bailar, así que a la noche íbamos a caminar por la peatonal, a tomar helado y a la feria hippie. En Buenos Aires habían arreglado para encontrarse con algunos amigos que también estaban veraneando en Gesell, a veces nos juntábamos con ellos y nos íbamos a la playa de noche a tomar cerveza. A Julia le gustaba uno de lo chicos, me di cuenta la primera vez que nos encontramos con ellos porque se ponía muy nerviosa al hablar y se corría el pelo de la cara todo el tiempo con un movimiento absurdo, como un tic. Otro de los chicos estaba atrás de Andrea, pero a ella no le interesaba, siempre inventaba algo para no quedarse a solas con él cuando la invitaba a caminar hasta el muelle o hasta los médanos. Ella estaba conmigo todo el tiempo y yo pensaba que si él no le gustaba yo le servía de excusa para evadir sus propuestas. Pero no me importaba por qué estaba conmigo, lo único que quería era que todo siguiera así y que nadie se entrometiera.

Cuando Julia empezó a salir con ese chico del grupo Andrea la cubría para que mis tíos pensaran que salían juntas y no preguntaran mucho más. Mi prima no era muy femenina, no sabía pintarse y nunca se arreglaba el pelo, usaba remerones grandes y combinaba mal los colores. Así que Andrea se puso en campaña desde la primera cita, le prestó ropa, la maquilló y le arregló el flequillo, que Julia tenía todo el tiempo sobre la cara. Desde esa vez se transformó en un ritual que casi todas las tardes, cuando volvíamos de la playa, fuéramos al baño del camping, nos ducháramos y la ayudáramos a prepararse. A veces Andrea estaba recién bañada, se envolvía con el toallón o se quedaba en ropa interior y se ponía a peinarla. El vapor del baño la escondía como la niebla y a mi me parecía una visión, como cuando en las novelas, para representar los sueños, aparecen las imágenes difusas y etéreas. Me preguntaba por qué me atraía tanto. Por qué no podía dejar de mirarla mientras se llenaba las manos de mousse y le hacía el jopo a Julia. A veces le quedaba espuma en los dedos y me pedía que le abriera la canilla para lavarse, yo imaginaba que era merengue y que ella me ofrecía un poco y me metía un dedo en la boca para que lo probara. No entendía lo que me estaba pasando pero no podía evitarlo. Cada vez disfrutaba más estar con Andrea y buscaba más momentos de intimidad. Al principio me costaba desnudarme adelante de ella y me sentía incómoda cuando me pedía que le abrochara la bikini o el corpiño, porque yo no estaba acostumbrada a compartir esas cosas con otras mujeres, pero ella lo vivía con naturalidad y se desvestía adelante mío y de mi prima sin problema. Salía de la ducha y se secaba en el vestuario, después dejaba la toalla, apoyaba una pierna en el banco largo que estaba contra la pared y se pasaba crema. Se masajeaba despacio, primero las piernas y seguía con los brazos, los hombros y la panza. Después me pedía que le pasara por la espalda, me decía que mi prima lo hacía muy rápido y no le esparcía bien la crema. Entonces yo ponía toda mi dedicación en esa tarea, como si la paz del mundo dependiera de eso. Las yemas de mis dedos hacían rulos entre sus pecas resbalándose desde los hombros hasta la cintura.

Un viernes a la noche mis tíos se fueron al casino de Mar del Plata y se quedaron a dormir allá para no tener que volver a la madrugada. Julia estaba exaltadísima porque era su oportunidad para pasar la noche con ese chico y nos pidió que le dejáramos la casa rodante porque no tenían otro lugar para estar solos. Andrea la ayudó a ordenar y le prestó un cassette de lentos que había grabado de la radio. Después me preguntó si alguna vez había pasado la noche en la playa. Le dije que no, me dijo que ella tampoco, que iba a ser la primera vez.

Dejamos a Julia en el camping muy nerviosa y muy perfumada, pasamos por un almacén, compramos cerveza, queso, maní salado y nos fuimos para la playa. Andrea había llevado su bolsa de dormir. Hicimos un fuego chiquito con ramas y piñas que habíamos juntado en el camino y nos quedamos charlando y mirando las estrellas como en una publicidad de chocolate. Después Andrea sacó una bolsita con marihuana de la mochila y papel para armar. Me preguntó si alguna vez había fumado porro, pero con un tono de pregunta retórica, como dando por hecho que iba a contestarle que no. Le dije que sí, que había probado el verano pasado con Julia. Enseguida me arrepentí, pensé que quizás ella quería enseñarme, quería sentir que con ella lo hacía por primera vez. Sacó una revista de la mochila y la apoyó sobre las piernas, puso encima una seda y la rodeo con el brazo para que no se volara, aunque no era una noche de mucho viento. Después metió la mano en la bolsita, agarró un poco de hierba y la esparció sobre el papel, como si estuviera condimentando con hebras de azafrán. Pasó la lengua por uno de los bordes, el fuego se reflejaba naranja en la saliva y en los labios. Fumamos en silencio y después nos tiramos sobre la bolsa dormir. Prendió el walkman y me pasó los auriculares, una voz dulce de mujer cantaba un tema que nunca había escuchado. Sin decir nada Andrea se desabrochó la campera de jean, abajo tenía una musculosa de algodón muy escotada y no tenía corpiño. La luz ambarina del fogón hacía que se le notaran los pezones duros por debajo de la remera. El pelo y la piel tenían un brillo como de almíbar. Se apoyó sobre mi y sentí las tetas blanditas sobre las mías a través de la ropa. Me pasó la lengua por los labios, después me la metió en la boca y nos dimos un beso largo. Al principio me sentí muy rara y se me cruzaban imágenes que me distraían y me alejaban de ese momento. Pensé en la mousse de chocolate que comía cuando era chica, suave como espuma negra, y casi podía sentir como se me deshacían las burbujas de aire contra el paladar. Pero estaba muy excitada y enseguida se me borraron todos los pensamientos de la cabeza. Yo imitaba los besos y las caricias como un espejo vivo. Cerré los ojos y pude oler el mar.