miércoles, 27 de octubre de 2010

Sigmund Freud: Cuentos completos (1880-1905)

I
Dicen que a Freud, por aquella época en que comenzaba a entender lo que pensaba, se le presentó en el consultorio una morocha de veinte, menuda y de lindas formas. Se la derivaba Breuer para una interconsulta y no le había dicho más que su diagnóstico de histeria. Cuando Freud abrió la puerta se quedó mirándola. No podía discernir si la conocía de algún lado o si le recordaba a alguien. Ella lo saludó con la caída de sus párpados y rengueó directamente hacia el diván. Tenía puesta una pollera negra con un tajo hasta la rodilla que se abrió indiscretamente mientras ella se acomodaba en los almohadones. En ese momento, Sigmund recordó que era la morocha que se había ido con Breuer en la última fiesta de la Facultad. Lamentablemente nadie pudo precisar la fecha en que afloró el recuerdo, pero ese día debería celebrarse como el cumpleaños del Psicoanálisis. A la tarde, Freud y Breuer se encontraron en un café.
- ¿Qué hacés Sigmund? ¿Cómo andás? – lo saludó el colega, a lo que Freud respondió que tirando. Pidieron dos café, y entre sorbo y sorbo, Freud le contó a su amigo que a la mañana había atendido a Bertha.
- Berthita… – enfatizó Josep mordiéndose los labios – ¿Te habló de mí?
- Si, me dijo que ya no salen más – respondió Freud.
- La tuve que dejar, Sigmund. Me pidió que me separe - dijo Breuer, y Freud le respondió que a él le había dicho que la decisión la había tomado ella, y el motivo era que no se le paraba.
- ¡Mentira! – alegó Breuer – ¡Ahora entendés por qué la dejo!
- No, ¿pero por qué me la derivás?
- Es un bombón, pero está llena de quilombos… - contestó Breuer esquivando un poco la pregunta, y siguieron tomando café hasta que el mismo Breuer interrumpió el silencio.
- ¿Está linda viste?
- ¿Bertha?
- No, tu vieja. ¡Claro que Bertha! – respondió Josep, y Freud, que se había quedado en la primera proposición, asintió con la cabeza..
- Decime una cosa, ¿prefería ir arriba o abajo? – preguntó Sigmund..
– Arriba – respondió Josep.
- ¿Y no se le vencían las piernas?
Breuer guardó silencio y dejó escapar una sonrisa – ¡Qué carajo se le van a vencer las piernas!– respondió, y a Freud se le iluminó la mirada.
Esa misma noche tomaría una pluma y escribiría una carta con destino a Berlín: “Mis histéricas me mienten”, diría el manuscrito.


II


Después, como bien se sabe, la cosa siguió adelante. En los pasillos de la Universidad las ideas de Sigmund comenzaron a ser vox populi. “Che, ¿qué me contás de ese que hipnotiza?”, se decía. Una mañana, Freud corría de un aula a la otra cuando escuchó que lo llamaba el decano. Era un hombre, alto, rubio y de bigotes, que estaba sentado en su sillón de terciopelo y le señalaba a Freud la silla al otro lado del escritorio. Igual que Sigmund, fumaba en una pipa de madera.
– Yo tengo oídos grandes y escuchó todo lo que pasa en esta facultad – dijo el decano mientras encendía la pipa - A ver Freud, ¿cuénteme como es eso de que las parálisis no son parálisis?
Sigmund, como cada vez que se ponía nervioso, contó hasta diez y respondió que en algunas mujeres había descubierto parálisis que no se correspondían con la anatomía de los nervios. Que eran parálisis, pero de otra índole – explicó, y el decano le pidió con un gesto que parara.
- ¿Qué significa de otra índole?
- Otra índole… otra causa si usted prefiere, no sé…un… ¡síntoma! – gritó Freud en tono de eureka – Síntoma de un conflicto afectivo entre dos corrientes enfrentadas, una desde la conciencia y la otra…
- Perdón, perdón – lo interrumpió el decano - ¿Usted me está diciendo que se paralizan de tristeza? – preguntó, y a Freud la lengua se le hizo un nudo.
– Por llamarlo de algún modo – respondió, y el decano, sin decir nada, se levantó del sillón para señalar la biblioteca que estaba a sus espaldas.
- Todos los libros que usted ve ahí yo los leí, e incluso algunos los escribí ¡La gente cuando esta triste llora, Freud, pero camina! Y no le voy a permitir que opine otra cosa, ni mucho menos, que para comprobarlo ande hipnotizando pendejas como dicen por ahí. ¡El prestigio de esta Universidad está en juego, Freud! Si quiere vaya a Francia y cuénteselo a ellos que son románticos, pero acá, las parálisis son parálisis. ¡¿Está claro?! - exigió el decano, y así fue como nuestro héroe desembarcó en París.

III

No es mucho cuanto pudo reseñarse de aquella época debido a que se la pasó mayoritariamente en pedo. La noche parisina pudo más que Charcot, y para Sigmund resultó mejor maestra que la escuela. Los franceses, como los alemanes, tampoco sabían de qué se trataba la histeria, pero la ubicaban en el útero y algo le decía a Freud que andaban más cerca que ellos.
Una noche, sentado en una mesita del Moulin Rouge, el joven Sigmund meditaba sobre el carácter de los escotes mientras espiaba dentro del generoso de una tal Michelle. De repente, surgido de la nada (porque esta historia también tiene sus misterios), un hombre de canas y tez oscura apareció en su mesa.
- Hace bien en venir aquí – le dijo en un idioma que no era francés ni alemán, pero que ambos entendían.
- ¿Quién es usted? – le preguntó Freud.
- Soy el que está del otro lado del espejo – contestó el hombre misterioso, y sin motivo se echó a reír.
- ¿Nos conocemos?
- Es la misma pregunta de antes pero formulada al revés – le respondió el aparecido.
- ¿Nos conocemos o no nos conocemos? – repitió Freud que de prusiano tenía la paciencia.
- No lo conozco, pero lo entiendo – respondió el hombre misterioso y durante un rato se miraron a la cara.
- Entonces sabrá explicarme lo qué es el subconsciente – le dijo Freud, y el hombre le respondió que debería llamarlo inconciente.
- ¿Por qué? – preguntó Sigmund.
- Porque si usted, por ejemplo, participa de un torneo de ajedrez y me dice que salió “subcampeón” yo sé que terminó segundo; en cambio si me dice que no salió campeón, para averiguar su puesto me obligaría a investigar en las planillas del torneo. Es una cuestión metodológica.
- Una cuestión de palabras – añadió Freud con tono de censura, y el hombre misterioso suspiró con encanto..
- Ocurre que en nuestro asunto con la medicina los bisturís se afilan en la piedra de la semántica – le dijo, y como la niebla, ese hombre misterioso se evaporó en el bullicio de la noche.
- ¿Pero después cortan? – se quedó Freud preguntándole al vacío.
A la mañana siguiente, cuando se le pasó la resaca, empacó y se fue a tomar el tren. Estaba listo para regresar a Viena.

IV

“¡Ruso, si publicás esto vamos a ir todos en cana!”, dicen que dijo Jung cuando se enteró del caso Dora.
Las últimas publicaciones le habían traído algún disgusto a Freud, pero también un grupo de seguidores con quienes se juntaba todos los miércoles en un café. El Gordo Jung, el Húngaro Ferenczi, el Loco Reich, el Negro Adler y el Mudo Binswanger entre otros, ya lo habían oído decir, por ejemplo, que los chicos no solo se calientan sino que son perversos y encima polimorfos; pero esto de Dorita era demasiado.
- Yo entiendo lo que usted quiere explicar, maestro, pero qué le cuesta decir que tose porque está engripada – dijo Jung, y Adler se levantó en su apoyo - ¡Queremos publicar pornografía! – gritó, y todos en el café se dieron vuelta para mirarlo.
- Sentate, Negro, que van a creer que tenemos un complejo de superioridad – le pidió Freud, y aunque Adler se rió del chiste, lo anotó en su cuadernito – Ustedes no entienden – siguió Freud -, lo nuestro ni es tan sucio como la medicina ni tan pulcro como la filosofía, si no las tenemos bien puestas, de alguno de los dos lados nos van a censurar. Yo estoy convencido de que esa piba tose porque el padre es impotente, ¿cómo lo defiendo si escribo otra cosa? – preguntó Freud a la mesa, y todos se quedaron en silencio menos Reich.
- ¿Pero quién te va a creer que esa mina caga al marido con un tipo que es impotente? – dijo.
- No importa – respondió Freud -. Con que Dora lo crea a mí me alcanza.
- Está bien, ¿pero es verdad?
- ¡Qué se yo si es verdad! Tendría que analizar al marido para averiguarlo – dijo Freud, y como era esperable en esta historia, el Sr K ingresó inmediatamente en el café.
- ¿Cómo le va…Dr. K? – dicen que lo saludó Freud.
- “Sr K”, por favor, el Dr. es un quitamanchas – aclaró el hombre, y preguntó si se podía sentar con ellos.
A la venia de Freud, todos los reunidos le abrieron un espacio y apenas se sentó a la mesa, el Sr K preguntó si estaban hablando de él. Freud, instantáneamente, lo apuntó como cornudo. – No, hablábamos de otro - contestó, y le pidió al mozo que trajera un café para el recién llegado.
Mientras estuvo el Sr K en la mesa no se habló de Psicoanálisis. Charlaron de la universidad, de literatura y como cada vez que divagaban, Jung y Reich se trenzaron en una discusión política. El Sr. K aprovechó el bullicio para acercarse con discreción a Freud.
- ¿Cómo sigue Dora? – le preguntó al oído, y Sigmund, que no escuchó a un padrino preocupado sino a un amante comprometido, le comentó que había averiguado mucho sobre “su” vida, sin aclarar sobre la de quién hablaba. El incriminado, ingenuamente, tragó saliva. - ¿Podremos hablar en privado? – le pidió a Freud.
Sigmund se levantó de la mesa, tiró unos florines, saludó a todos en voz en alta y se fue a pasear con el Sr K.
- Vea, Freud - le dijo el hombre una vez que se sintió en confianza – yo no sé lo que le habrá dicho Dora, pero la que me buscó fue ella. Hizo todo para darme a entender que le gustaba, y cuando la avancé me pegó una cachetada. ¡No sé qué le pasa a esa mina! – dijo, y Freud le respondió que era lo que estaba intentando averiguar.
- No le crea nada… - le aconsejó el Sr K.
- Lo mismo me acaba de recomendar Jung, pero ¿cómo es que ella le daba pruebas de que lo amaba? – preguntó Freud, y el Sr K le dijo que era rara, que cuando le acariciaba el pelo a su esposa y la felicitaba por lo bien que lo tenía, lo miraba a él, se pasaba la lengua por los labios y sonreía.
- Discúlpeme Sr K, pero usted es un pelotudo – opinó Freud.
- ¿¡Cómo!?
- No hace falta ser Freud para darse cuenta de que lo están histeriqueando – remarcó Sigmund – Usted no le interesa a Dora, lo seduce para rivalizar con la mujer que es el objeto de amor de la persona que ella si ama, que no es usted, sino el padre..
El Sr K se tomó el tiempo para desmenuzar el silogismo - ¿Me está diciendo cornudo? – concluyó, y por el tono, mezcla de ira y resignación, Freud dedujo que la teoría era correcta.
- Tanto como su mujer si Dora se dejara – contestó el psicoanalista.
Al miércoles siguiente, con un moretón verde que le chorreaba del ojo izquierdo, Freud se reunió con los discípulos y les comunicó que había decidido publicar el caso. “Muchachos, no les prometo que no vayamos a ir en cana, pero si esto sale bien nos paramos para siempre”, dijo.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Mi primer beso de lengua y miel

Un cuento inédito de Soledad Jácome*

Los pétalos de siete rosas rojas flotaban en el agua como las escamas de un pez opaco. Por ese entonces mi mamá estaba convencida de que alguien nos había hecho “un trabajo”, no encontraba otra forma de explicar por qué nos iba tan mal con los hombres y con la plata, sin embargo siempre agradecía nuestra buena salud. Con la intención de solucionar de una vez todos nuestros problemas empezó a frecuentar a un brujo que le había recomendado una compañera de trabajo y seguía paso a paso todos los rituales que él le anotaba en unas hojas rayadas de block de espiral. Ya hacía muchos años no vivíamos juntas, pero todas las semanas yo iba a visitarla a ella y a la casa, que era dónde me había criado y sentía una nostalgia muy grande cuando pasaba un tiempo sin ir ahí. Y en esa época, cuando mi mamá se dejaba asesorar por el vidente para elegir los sahumerios y reubicar los espejos a fin de que no rebotaran en ellos las energías negativas, cada vez que iba a verla tenía una nueva receta para asegurarnos un destino feliz. La casa se fue convirtiendo de a poco en un templo improvisado de magia blanca. Mi mamá la hizo limpiar por un cura, especialista en exorcismos, y guardó en el congelador, adentro de la cubetera, unos pedacitos de papel en los que escribió el nombre de mi papá y de otras personas que, según suponía, podían desearnos el mal. Encendió la parrilla, que no se usaba desde el último asado, por lo menos quince años atrás y quemó cartas, fotos y recuerdos mientras gritaba “muerte al pasado” cada vez que echaba algo al fuego. Yo pensaba que todo lo que hacía era una estupidez y, al principio, discutía mucho con ella porque me indignaba verla seguir paso a paso esas fórmulas esotéricas. Pero después me di cuenta de que le hacía bien, se mantenía entretenida y por más de que tratara de convencerla de que esas cosas no daban resultado ella estaba tan entusiasmada que no iba a escucharme. Así que pensé que debía ser una etapa, como un nuevo hobby, y que se le iba a pasar en cuanto encontrara algo más interesante para hacer. Por eso, con el tiempo, dejé de resistirme a escuchar cada consejo y aceptaba los amuletos y las esencias que me regalaba para ahuyentar la mala suerte. Casi siempre todo terminaba en la basura, salvo los sahumerios de azahar que me encantaban y, al parecer, atraían la felicidad.

Ese día, cuando entré a la casa, me atacó de golpe con un hechizo infalible para atraer el amor. Lo había pedido especialmente para mí, por eso tenía todo preparado cuando llegué: un baño con pétalos de rosas rojas, tres ramitas de canela y un vaso de vino tinto en el agua. Me dijo que no me daba las cosas para que lo hiciera en mi casa porque sabía que lo más probable era que pusiera las rosas en un florero y me tomara el vino. En realidad yo ni siquiera tenía bañadera, así que hubiera sido imposible. Ella se fue al cine, dijo que me dejaba tranquila así podía relajarme y a mí me tentó la idea de un baño de inmersión que hacía años que no me daba.

El papelito que me dejó decía que me tenía que untar miel por todo el cuerpo, pero me pareció demasiado. No quería enchastrarme tanto y pensaba que iba a ser muy difícil sacarme todo el pegote, además, yo no creía en esas cosas. Los pétalos, la canela y el vino ya estaban en el agua, pero la miel no era necesaria, total mi mamá no tendría por qué enterarse de que no la había usado. Podía vaciar el tarro en el inodoro y decirle que seguí las instrucciones al pie de la letra. Pero cuando estaba a punto de meterme en la bañadera me arrepentí, qué mal podía hacerme un poco de miel sobre el cuerpo, quizás hasta me dejara la piel más suave. Nadie tendría por qué enterarse tampoco de que me había untado miel. Así que metí la mano en el frasco, como haciendo cucharita, y me la pasé por la panza, por las tetas, sobre todo cerca del corazón, por la entrepierna y por la boca. Y cuando terminé me chupé lo dedos, como para ingerir un poco, por las dudas.

Me sumergí hasta la nariz y con los labios al ras del agua jugué a hacer burbujas y a soplar los pétalos, que se desparramaron como lunares rojos resbalándose sobre una seda rasgada. Por la ventanita del baño entraba la luz del sábado a la tarde y rebotaba en las paredes con un reflejo de almíbar. Debía concentrarme en el objeto amoroso, según indicaba el conjuro, pero yo no tenía nadie en particular en quién pensar, así que me puse a pensar en Michael Fox. Me lo imaginé saliendo de la pileta en “El secreto de mi éxito”, cuando la mujer del tío lo estaba acosando y le sacó la malla. ¿Por qué me gustaba Michael Fox? En esa época mis amigas colgaban en las paredes de sus piezas pósteres de Tom Cruise o de Rob Love, que eran los galanes del momento y hacían películas de amor en las que lucían sus cuerpos musculosos en las playas y en las escenas eróticas. Pero a mí me gustaba Michael Fox, que siempre hacía algún papel de perdedor en las comedias y tenía que esforzarse mucho para ganarse a la chica porque no era ni el más lindo ni el más exitoso.

La primera vez que lo vi fue en “Volver al futuro”, en el verano del ’86. Yo estaba de vacaciones en Villa Gesell con mis papás y me había hecho amiga de unas nenas que había conocido en la playa. Mariela tenía trece años, igual que yo, y Carolina era un año más grande. Cuando vimos el anuncio del estreno de la película decidimos ir a verla juntas, pero ese día Mariela tenía fiebre y tuvo que quedarse en cama, así que fuimos Carolina y yo solas. A ella también le gustaba Michael Fox y en el cine me apretaba la mano a cada rato cuando él hacía algún salto increíble con la patineta o cuando aparecía con los calzoncillos Calvin Klein. Y al final, cuando él vuelve al presente, se reencuentra con la novia y le da un beso apasionado, Carolina me acarició la pierna. Yo tenía un short muy cortito color verde agua, a veces lo usaba para ir a la playa y apenas me tapada la cola. Ella me pasó la mano por el muslo, rozando el borde de la tela, casi hundiéndola en la entrepierna. Un cosquilleo indescriptible me subió por la panza y se me erizaron los pezones y los pelitos de las piernas que todavía sólo me depilaba de la rodilla para abajo. Cuando salimos me dio mucha vergüenza y creo que a ella también. Teníamos pensado ir a mirar vidrieras o a tomar un helado, pero no sabíamos de qué hablar, estábamos incómodas, así que cada una volvió a su departamento.

A los pocos días nuestros padres organizaron una cena junto con otros dos matrimonios de la playa que tenían hijos un poco más chicos que nosotras. Cuando terminamos de comer nos fuimos a la pieza y los otros chicos quisieron jugar al cuarto oscuro. A mí me parecía que ya estábamos grandes para jugar con nenes de nueve y diez años, pero Carolina y Mariela insistieron y me entusiasmaron con la idea de asustarlos y reírnos cuando salieran corriendo espantados de la pieza. Mariela apagó la luz y cerró la puerta, la oscuridad era total. Después se escondió detrás de la cortina que llegaba hasta el piso. Carolina y yo nos escondimos juntas, en el espacio que quedaba entre la cama marinera y una puerta del placard, que abrimos para que nos tapara como un biombo. Estábamos muy cerca, de frente, yo sentía sus tetas chiquitas hincharse y deshincharse a través de la remera con la cadencia de su respiración. Pasó un rato y los nenes no aparecieron, así que Mariela salió a buscarlos y nos quedamos solas. Seguíamos escondidas, en la misma posición. Sentía el aliento de Carolina muy cerca de mis labios y como me había puesto un brillito me imaginaba que me lo estaba empañando cada vez que largaba el aire tibio por la boca. Tenía un olor muy dulce y hacía un ruido con los dientes, como un sonajero grave.

— ¿Qué estás comiendo? — le pregunté.
— Un caramelo de miel. ¿Querés?
— Sí, dale.
— Abrí la boca.
— ¿Para qué?
— Así te paso el mío, porque no tengo más — me dijo como si fuera lo más natural del mundo.
— Dejá, no importa — respondí muerta de vergüenza, porque sentía la bombacha húmeda y tenía miedo de que ella se diera cuenta de que me estaba excitando.

Me puse nerviosa y el corazón me latía muy rápido. Hacía fuerza para sostener la puerta porque me empezaron a transpirar las manos y se me resbalaba la manija. Pasaron unos segundos que se me hicieron muy largos hasta que sentí la mano de Carolina sobre la frente. Tanteó el mechón de pelo que siempre se me venía sobre la cara y me lo puso detrás de la oreja. Después sentí sus labios pegajosos sobre los míos, abrí la boca despacito y ella empujó el caramelo con la lengua. Lo corrí a un costado, entre la encía y los dientes, para poder devolverle el beso.

martes, 7 de septiembre de 2010

Tanatopraxia

Un cuento inédito de Félix Andreu*

N
o aprendí mi oficio en las universidades ni en salas de estudio; sin embargo creo ser el mejor que hay por aquí. Realizo un trabajo que exige un importante nivel de preparación, exactitud y estabilidad emocional. Además, claro, de una alta dosis de buen gusto. Soy lo que llaman tanatopráctico. Mi arte es conocido en la actualidad con el presuntuoso nombre de tanatoestética. Sin embargo cuando comencé en mi pueblo yo era, simplemente, el que maquillaba a los muertos para los velorios.
Me inicié en esto un poco por casualidad, o por urgencias, o porque el destino me hizo el favor de venir a mí, en lugar de obligarme a buscarlo. Trabajaba en la casa mortuoria de Manfredoni gracias a mi tío, que era amigo del dueño, y me consiguió empleo cuando yo era un adolescente de diecisiete años no muy agraciado y atormentado por las hormonas de la pubertad. Empecé haciendo cualquier cosa y terminé especializándome en aquello que nadie quería hacer: resultó que una viuda con mucha plata y muy compungida no quiso ver a su marido muerto con las secuelas de un disparo en el pómulo derecho, producto de un ajuste de cuentas por deudas impagas. Y nadie en la casa velatoria había tocado jamás un muerto como no fuera para cubrirlo con la mortaja; velarlos era una cosa; maquillarlos, asunto de mujeres en el mejor de los casos, o de necrófilos pervertidos en el peor. No obstante eso, había que tener en cuenta las penas y los billetes de aquella viudita. Me ofrecí de puro voluntarioso y así encontré mi vocación. Claro que hoy no llamaría trabajo a lo que le hice a ese tipo. Con una lija fina y unos polvos de mi madre logré que la herida de bala pareciese un grano o la reminiscencia de un lunar, y gracias a la insistencia de mis manos dibujé en su cara una triste mueca que intentaba pasar por sonrisa. El caso es que la mujer quedó contenta y yo gané un espacio de intimidad con todos los cadáveres que a partir de allí desfilaron por Sepelios Manfredoni.
Con el tiempo me fui perfeccionando. Conseguí libros que leí, compré instrumental y maquillajes, me inicié en el tema de los fluidos después de una entrevista casual en el transcurso de un viaje a Europa, y llegué a saber en muy poco tiempo, mucho más que un iniciado. Me puse metas personales; probé técnicas nuevas, experimentaba cada vez que podía… Por ejemplo,
cuando murió el loco del pueblo, lo retiré de la morgue con la autorización del intendente, el comisario y el juez, y después de unas horas de trabajo en mi laboratorio lo tuve sentado en un sillón del living de mi casa un par de semanas, más lozano, sonriente y cómodo que en los bancos de plaza donde dormía cuando estaba vivo.
Así mi erudición fue superando límites como un árbol que rompe una maceta o levanta con la fuerza de sus raíces las baldosas de una vereda. Sé que soy un referente; con los años me he ido transformando en la fuente de consulta de todas las funerarias de la zona. He ganado dinero, ya que no hago favores a nadie porque mi trabajo es un modo de vida para mí, aunque se trate de decorar la muerte. No me casé nunca ni he tenido hijos; no he amado a nadie de verdad, más que a los muertos. Se podría decir que me posee una sana necrofilia.
Se sabe que no es tema de conversación el fin, ni ocasión para una entrega de medallas, salvo en tiempos de guerra. No espero nada de los vivientes más que su dinero. He visto que cruzan de vereda para no saludarme, y casi nunca soy invitado a sus reuniones. Puedo entenderlo: me identifican con la muerte, de tanto verme sentado junto a ella.
Sí he recibido, una vez, el curioso gesto de gratitud de un difunto. Estoy hablando de Romualdo Gaitán, un cantor de tangos de la década del sesenta que hizo furor en nuestro pueblo y la zona, y que hubiera llegado a ser un referente a nivel nacional, de no ser por un cáncer esofágico fulminante que lo arrebató de los escenarios cuando estaba por cumplir los cuarenta. Hasta ese momento desgraciado, la gente se agolpaba en las puertas de los boliches para oírlo cantar. Era una especie de Agustín Magaldi regional, con una voz aflautada, varonil sin embargo, con veleidades de tenor liviano, al estilo de los cantores del veinte o del treinta; y una pinta de guapo que levantaba una profusa cantidad de suspiros todas las noches en las milongas.
Cuando me lo trajeron se me cerró la garganta. Lo había visto actuar en el boliche De La Rosa (me gusta ir de noche a esos lugares donde nadie mira más que sus penas) y me costó reconocerlo. Tenía los pómulos de un color verde musgo, producto de un extraño sarcoma, y manchas en las encías, el torso y las axilas. Era un muerto, simplemente. Nada que ver con el personaje carismático y seductor que hipnotizaba con su voz en las vigilias de mi pueblo. Me dio lástima; me compadecí de él, y casi sin pensarlo, tomé como desafío personal el hecho de presentarlo por última vez en todo su esplendor, antes de que se lo tragara la tierra para siempre. Pedí que nos dejaran a solas en la intimidad de mi laboratorio, a los dos, esa tarde lluviosa y asfixiante de Enero. Como primera medida, me dispuse a trabajar para frenar el proceso de descomposición. Nadie iba a pagarme un plus por embalsamar el cuerpo, y sin embargo yo tenía decidido que Gaitán iba a despedirse de su público con la frente alta. Así que comencé por drenar el cuerpo y limpiarlo mediante lavados capilares, para luego inyectar los fluidos arteriales que impiden la corrupción y posibilitan la fijación de las vísceras. Después procedí a maquillarlo como a mí me gusta, con tiempo, con amor, con paciencia de artesano, cubriendo, disimulando o quitando, como una némesis de la muerte, las marcas de la enfermedad y la agonía. Me pareció ver, y no era la primera vez que me pasaba, una leve sonrisa en el difunto.
No sé cuánto tiempo transcurrió, pero para cuando terminé, el sol había dejado de pelear con las nubes y la lluvia. Era noche cerrada; calurosa, húmeda, tropical. Gaitán tenía entonces una plácida expresión de paz de la que recuerdo haberme enorgullecido; tan distinta a la mueca bizarra y exánime con la que me lo habían traído. Lo vestí con una bata de raso negra que le había pertenecido y con la que solía salir al escenario en ocasiones. Me sequé la frente con un pañuelo y caminé despacio hacia la kitchenette que tengo en el laboratorio, para tomar una gaseosa. Abrí la heladera, y casi al mismo tiempo escuché un ruido seco, como de algo que se caía. Volví a la sala principal y lo vi. Romualdo Gaitán estaba parado, muerto, pero de pie, mirándome con ojos de gratitud. No pudo hablar (su voz hubiera sonado de ultratumba), pero sí cantar acompañado por una orquesta celestial como no he vuelto a oír otra. Interpretó un solo tango, Griseta, que siempre había sido mi favorito porque habla, cómo no, de una mujer que muere:

Francesita,
que trajiste, pizpireta,
sentimental y coqueta
la poesía del quartier,
¿quién diría
que tu poema de griseta
sólo una estrofa tendría:
la silenciosa agonía
de Margarita Gauthier?

Lo hizo de manera extraordinaria, combinando la frescura de un timbre joven con la experiencia y el aplomo de quien lo ha visto todo. Cuando terminó de tronar el último acorde entonces sí, se desplomó para siempre, tratando de que no se le corriera el maquillaje, y ya no volvió a levantarse.


*Félix Andreu tiene 38 años. Estudió filosofía y teología. Está casado y es padre de dos nenas. Es autor de éste y otros cuentos.







miércoles, 1 de septiembre de 2010

Burania y los bárbaros, un homenaje a José de Zer

Un cuento inédito de Guillermo Piuma*

Burania es un planeta perteneciente a un sistema solar que está en el centro de la Vía Láctea, y es también, en términos galácticos de clase, Primer Mundo de la misma. Su especie inteligente consta de cinco sexos aunque solo tres con capacidad de procreación. Nacen muchos buranos, pero como viven poco en comparación con otra gente y otros planetas, Burania no está superpoblada. El territorio es amplio y en su mayor parte habitable. Los buranos tienen la nariz grande, por encima de la media universal, y andan con sus autos de estrella en estrella como lo haría el Principito. Las montañas de su tierra son altas y ricas en hierro, pero como los buranos entienden que el hierro es la parte impura de la piedra, lo separan de ella y lo desechan. Muchos pueblos, de los suburbios de la galaxia, ya se quejaron de esa costumbre Burana. Ocurre que ellos, los buranos, son un pueblo muy sofisticado, y como no quieren basura en su planeta la tiran en los de alrededor. En consecuencia, como nadie quiere vivir cerca de un basural, cada vez que llega un camión de basura burano a algún planeta vecino, hay manifestaciones y algunas veces no se les permite descargar. Las autoridades buranas empezaron a preocuparse entonces, porque había mucha basura acumulada y eso intranquilizaba al pueblo. Así que decidieron invertir en una flota de camiones hiperestelares de basura, capaces de llegar a los lugares más oscuros de la galaxia, para descargarla donde están los planetas en los que no vive gente.

Horacio era un burano de clase media, joven y buen mozo a pesar de que no tenía pelos en el cuello. En cualquiera de los cinco sexos era un rasgo de virilidad el pelo en el cuello, y ellos se lo adornaban con piecitas de madera agarradas a los mechones más largos. Horacio tenía poco pelo en el cuello, pero era alto y pertenecía a uno de los dos sexos que no podía procrear. Era una suerte nacer así - pensaban los de los otros tres sexos -, porque gozaban de una irresponsabilidad natural. No tenían que preocuparse por mantener ni por criar chicos, ni por el parto ni por el embarazo. Pero a su vez, los del sexo de Horacio (y los del otro que no concebía), se quejaban de que a ellos les tocaba hacer las tareas más baratas y desagradables. Como no necesitaban ahorrar – decían los políticos que, en general, pertenecían a los sexos procreativos – tampoco necesitaban cobrar mucha plata, entonces los mandaban a hacer los trabajos que ellos no querían realizar y a cambio les daban una cantidad de dinero que a ellos, los procreativos, les sobraba.
Horacio y Munia, otro burano del mismo sexo que él, fueron los primeros en conducir un camión hiperestelar de basura. Salieron en la televisión el día que se presentó el proyecto. Estaban arriba del camión vestidos con la camisa verde de mangas cortas con el logo de la Compañía, e hicieron sonar la bocina dos veces antes de empezar el viaje. Munia llevaba la camisa desabrochada porque tenía muchos pelos en el cuello y un montón de adornitos de madera, y le gustaba mostrarlos. A los que eran dueños del camión no les gustó nada que Munia mostrase los pelos por la tele, pero como iba a tardar seis meses en volver no le dijeron nada. Salieron y hubo fuegos artificiales y gritos y aplausos; el camión se elevó por el aire y aceleró en dirección a un sol bien lejano.
Munia y Horacio trabajaban juntos desde hacía mucho tiempo, y aparte de compañeros de trabajo eran amigos de la vida. Durante el viaje, Munia le contó que estaba viéndose con un empleado de mantenimiento que era del otro sexo no procreativo, el preferido para cualquiera de los otros cuatro. Era dicho popular en Burania que no se podía tener un amigo de ese sexo, porque eran muy lindos y siempre estaban bien dispuestos para la cama. También se decía que no eran muy inteligentes, pero eso no era verdad. Se aburrían con las cosas que requieren mucho tiempo para resolverse, pero con las cosas rápidas de la vida se divertían como ninguno, y eso, opinaban, era una cuestión de inteligencia. Él que estaba saliendo con Munia era un burano jovencito, con los pelos del cuello todavía rubios. Horacio le decía a su amigo que era un pervertido, pero él le contestaba que a pesar de la pelusita, el que llevaba las riendas era él. Los de ese sexo eran así, tenían un talento natural para la cama que los científicos buranos no podían explicar. Decían que era el metabolismo de una glándula que tenían en la parte distal del estómago, y que para el resto de los buranos era un apéndice que tenían que extirpar cuando se infectaba. Los de ese sexo se enfermaban poco del apéndice, y los médicos suponían que eso estaba relacionado con su naturaleza deliciosamente sexual. No lo decían con esas palabras porque los científicos buranos eran personas respetables, pero analizaban el apéndice en el microscopio nuclear y buscaban a los individuos más lindos para extraérselo. Después, muchos se acostaban con los sujetos examinados para verificar que ocurría con su conducta una vez que no tenían ese apéndice, pero los resultados de esa contraprueba nunca se publicaban en las revistas de divulgación científica. Por lo general eran negativos, pero así y todo, los científicos se quedaban con los teléfonos de los estudiados por si descubrían alguna mutación.
Munia estaba entusiasmado con su nuevo amor y hablaba todo el tiempo de él, pero Horacio, que tenía la mala suerte de estar enamorado de alguien que podía procrear, prefería no escucharlo. Las relaciones cruzadas (entre procreativos y no procreativos) estaban bien vistas si se trataban de algo casual, pero un proyecto de vida común era insultante para el procreativo. Así que Horacio a veces se ponía triste y cuando Munia le preguntaba qué le pasaba, él decía que nada y seguía manejando el camión.
Como el viaje iba a ser largo tenían víveres a montones y el día anterior a la partida, de contrabando, habían metido drogas en la guantera. Durante el viaje las debían usar de a uno, porque drogarse y manejar estaba prohibido por la Compañía Basurera; pero como estaban muy lejos de Burania y cuando uno estaba drogado el otro se aburría (y viceversa), empezaron a hacerlo juntos mientras el camión cubría los espacios vacíos de la ruta. Se divirtieron mucho durante el viaje, pero en un momento se dieron cuenta de que estaban desviados unos cuantos años luz de su camino. Estaban perdidos en un lugar oscuro y frío que no figuraba en ninguno de los mapas.
- Me parece que allá hay una luz – le dijo Munia a Horacio, señalando un foco pequeño y distante.
Hacia allí movió el camión Horacio. Se metieron con cuidado, era un sistema parecido al de Burania pero que a la vez no se le parecía en nada. Los planetas tenían colores opacos y había un silencio de muerte. Las rocas volaban por el aire y cada tanto, se estrellaban contra la superficie de alguno de los planetas. Era un sistema desértico, y a Munia se le ocurrió que habían descubierto algo que los haría famosos. Horacio decía que no, que el lugar era ideal para descargar basura y que las autoridades de Burania sabrían apreciar la solución. Pero a los dueños del camión, ellos no podían explicarles por qué se habían desviado de la ruta. Horacio y Munia discutían el dilema, entretanto, el camión viajaba hacia la luz del sol central. Pasaron un planeta azul pálido, después uno anaranjado con anillos, después otro que era más grande y turbulento que todos los demás, uno que era como un desierto rojo y después, a lo lejos, vieron otro también azul pero un azul más intenso que el anterior, con manchas blancas y marrones, alrededor del cual giraba un satélite que parecía una pelota de golf. Sorprendidos, Horacio y Munia percibieron en el aire un olor a basura mucho más fuerte que el de su camión.
- ¿¡Quién nos ganó de mano?! – se enojó Munia.
- La mugre que debe haber ahí… – comentó Horacio en un susurro, cuando la cercanía al planeta le permitió sentir su aroma.
Era de noche. Como suelen hacerlo los camiones buranos, escogieron una montaña para aterrizar. Era un cerro bajo y redondeado en comparación a los que había en su planeta. Aunque ese lugar era lindo, lleno de plantas y con un rio, el olor que flotaba en la atmósfera era insoportable para la sensibilidad de una nariz burana. Para ver mejor el camino, prendieron todas las luces del camión.
- ¿Dónde estamos? – preguntó Munia un poco asustado.
Horacio elevó con cuidado la nariz del vehículo, y evitando golpear las rocas con la parte trasera, se abrió paso en un matorral denso y espinoso. De pronto, justo delante de ellos, vieron lo único que nunca hubiesen esperado encontrar allí. Con los ojos llenos de espanto los miraba un indígena montado a un animal de cuatro patas, de aspecto más salvaje que él, y atrás venía otro arrastrando un aparato que, en apariencia, sería un método antiquísimo para envasar y conservar imágenes. Horacio y Munia se quedaron perplejos, y peor, cuando al grito de “¡Seguime, Chango, seguime!”, el primero de los aborígenes espoleó su corcel para emprender contra ellos. - ¡Rajemos! – gritó Munia con honrada cobardía. Horacio metió marcha atrás y tan rápido como pudo, sacó el camión de ese planeta infernal.
Por muchos días, no hablaron sobre lo que habían visto ni de ninguna otra cosa. Volvieron a la ruta original y en menos de un mes estaban descargando la basura donde habían previsto hacerlo.
- ¿Y ahora? – le preguntó Horacio a Munia, una vez que concluyeron el trabajo.
- ¿Ahora qué? – repuso él.
- ¿Contamos o no contamos lo que vimos?
- ¡Estás loco! – gritó Munia - ¿¡Vos viste lo que era ese planeta!? ¡Mirá si a algún boludo se le ocurre ir a explorar!
Horacio se quedó pensando en eso – Aparte, quién nos va a creer… - dijo, y con el consentimiento de Munia puso primera en el camión para volver a casa.

*Guillermo Piuma, autor de éste y otros cuentos.

miércoles, 25 de agosto de 2010

Sube y baja

Un cuento inédito de Lorena Canoura*


Desde que entré a la fiesta me sentí mareado, como si el piso se moviera todo el tiempo, un efecto como el que queda en el cuerpo después de haber estado unos días navegando. Saludé uno a uno a los que estaban en el comedor, incluso me acuerdo de haber hecho algunos comentarios con los pibes, pero no me acuerdo ahora, unas horas después, nada de lo que dije. Yo movía la boca y me salían las palabras, a ellos les pasaba lo mismo, funcionaba, eran pequeñas conversaciones mientras acomodábamos una silla para que yo me sentara y los pibes se corrían para dejarme pasar. Y sobresaliendo de ese fondo espumoso de murmullos, la voz de Mariela que venía desde su pieza. No entendía mucho lo que decía, pero lo que fuera me parecía que lo hacía sabiendo que yo había llegado.
Cuando toqué el timbre y la madre de Mariela atendió el portero eléctrico gritó “Es Chalo!” antes de cortar, o sea que Mariela sabía que yo la escuchaba cuando decía esas cosas, por qué entonces contaba que había ido a bailar la noche anterior y nombraba gente que yo no conocía y ni siquiera podía imaginar adonde y con quién había salido. Pero sí podía escuchar a Flor riéndose cómplice, salpicando las historias graciosas que contaba Mariela con alguna aclaración: entonces Flor había estado con ella.; sabía más que yo del mundo de Mariela. Y yo que, después de lo que nos dijimos por MSN, me había dicho “Tiene que ser hoy”.
Fui a saludar a las chicas a la pieza de Mariela; ella estaba rara, casi no me miraba, y yo seguía en mi puente colgante. Por momentos alto, llegaba hasta la lámpara china de papel que pendía del cielo raso, y me sentía un ave gigante bajando a picotear el suelo cuando me inclinaba a saludar a las chicas que estaban sentadas en la cama. Veru y Mara me miraron y dijeron algo, como con los pibes me salieron palabras, y a ellas también y parecían tener algo de sentido. Entonces cuando llegué a Mariela y le dije “Feliz cumpleaños” y ella dijo “Ah, gracias, no te vi llegar”, a mí me dolió por lo extraño; si pudiera desmenuzar esos momentos, poner pausa, congelarle la cara para definir qué sentí cuando me miró así, diría que me desconcertó porque me cambió la realidad: ella hablaba o no todo el tiempo para mí, yo había creído que lo hacía.
Le regalaron un celular, pero se lo dieron la noche anterior, como en Navidad, siempre hacen lo mismo en la casa de Mariela, se dan los regalos de cumpleaños a las doce. Saca buenas fotos, a ella le encanta subir fotos al fotolog. Siempre me pide mí o a Flor el celu, pone los labios como si fuera a dar un beso y mira para arriba, de fondo casi siempre sale el piso de parquet o el cubrecamas verde manzana. La primera vez que chateamos y me mandó esa foto en la playa, me gustó porque tenía arena pegada en el pelo y la mirada negra y brillante como un dibujo japonés. Yo le envié una foto mía en mi pieza, tocando la guitarra y ahí fue que ella dijo “Me podés enseñar”, yo dije “Dale” y a la semana siguiente fui a la casa. Empezamos a hablarnos todos los días en la escuela, en los recreos yo subía al aula de ella o al revés, ella bajaba al patio, y así pasaron los meses. La letra del tema que le toqué el otro día lo dice todo, pero no la había terminado así que sólo le mostré los acordes y tarareé la melodía. Ella me dijo que eran los mismos acordes de “Sweet child of mine”, y sí son los mismos, pero es diferente el ritmo, la melodía, y obvio que tiene otra letra… es otra canción, bah. Y bueno, cantála con letra y todo, me dijo. Pero es que no me la acuerdo toda. La verdad, ese no era el momento, para mi tenía que ser al final del cumpleaños, y después de lo que nos dijimos por MSN antenoche, más seguro estaba de eso.
No me contó que iba a ir a bailar; raro, porque siempre hablamos de que no nos gusta ir a bailar y somos muy parecidos en eso. A todos les gusta, en cambio Mariela y yo preferimos tomar mate y tocar la guitarra, sacar temas de Julieta Venegas, aunque a mí mucho no me gusta pero está bien que ella aprenda con algo que le interese. Yo quiero que saque el solo de Pink Floyd que le enseñé, pero ella se divierte más cuando puede cantar en español.
Me quedé un rato en la pieza de Mariela, había un plato con empanadas y me pareció bien comer lo antes posible, así se me iba el mareo, y mientras elegía las que comer me fui enterando adonde había ido a bailar. Las llevó el padre de Flor, cerca de la casa de la prima de ella, en provincia. Un boliche de Banfield.
- ¿Qué tenés ahí Chalo?- escuché que decía Veru y señalaba el cierre de mi jean desde un costado.
- Debe ser el regalo para Mariela- dijo Flor, riéndose. Mariela me clavó la mirada en el pantalón y no la despegaba…
Yo me miré y no veía nada raro, lo primero que pensé es que un par de horas atrás se me había parado mientras me bañaba, pero no la sentía parada en ese momento.
- ¡Ahí no, en la mano! La bolsa, Chalo- dijo Veru.
- Sí, Chalo, devolvé la bolsa, jajá- dijo Mariela y se reían todas.
Tenía el regalo en la mano izquierda; en una bolsa de nylon doblada, un cuaderno pentagramado con los temas que a ella más le gustaban transcriptos por mí, y muchas hojas en blanco para que escriba los que quiera. Me disculpé por haberme olvidado. Cuando Mariela lo abrió me miró y volví a ver ese brillo, como en la foto. Me dio un beso, me abrazó y apoyándome la mejilla contra el pecho dijo “Chalo, qué lindo…”. Pero qué, el regalo o yo. El cuerpo de ella contra el mío y yo oliéndole el pelo, todo rápido, un segundo, pero yo ahora si quiero pongo pausa otra vez, y vuelvo a cerrar los ojos y a oler el pelo de Mariela.
Me fui con los pibes que me estaban llamando, sentado con ellos me sentí más seguro. Marcos me preguntó qué onda.
- ¿Con quién?
- En general, qué onda.
- Ah, bien, todo tranquilo. ¿Vos? ¿Fuiste a la cancha?- Dije como para hablar de algo.
- No. Jugamos en Bolivia hoy- me dijo serio- Digamos que no sólo no pude ir sino que encima perdimos.
- Ah, cierto. - dije yo y no sabía si hablaba de Boca o de la Selección. Entonces me paré a servirme una cerveza y me senté al lado de Fede. Con él era diferente porque él tocaba el bajo, así que me puse a hablar un rato de música, siempre decimos de juntarnos a tocar y nunca lo hacemos. Éramos pocos varones: Fede, Marcos, Julián, un primo de Mariela que no se cómo se llama y yo. Marcos empezó a hablar de lo bueno que estuvo “anoche”, decía. A Marcos le encantaba ir a bailar, así que me imaginé que hablaba de un boliche. Pero cuando la nombró a Mariela sentí que me mareaba más “…Cuando Maru fue a la barra…”, algo así. No escuché bien, porque yo estaba hablando con Fede en realidad, pero en algunos silencios también estaba en la conversación de los otros. Y Fede justo me preguntaba si alguna vez había escuchado a un pianista de jazz con un apellido italiano que no recordaba, que empezaba con P… y yo entornaba los ojos y hacía silencio como buscando en mi memoria, pero en realidad aprovechaba para pescar algo más sobre el boliche, quería preguntar por Mariela, pero no daba para nada. Sabía quién era el pianista, así que podía seguir con esa técnica un rato, y le iba preguntando mecánicamente cosas para las que no necesitaba pensar mucho ni poner atención a lo que me contestara.
- ¿Vino a la Argentina alguna vez?- Yo “hacía tiempo” y mientras tanto escuchaba “…Mariela sentada en el sillón casi toda la noche…”. ¿Sola o con alguien?, me hubiera gustado preguntar.
- Vino con la banda, fui a verlo al teatro con mi viejo, mi primer concierto, no puede ser que no me acuerde… - dijo Fede.
-¿Cuál, uno que era muy petiso por una enfermedad en los huesos?
- Si, que siempre toca con los hermanos…- dijo Fede-. “Era un gil el chabón, me acerqué al sillón, le di a Mariela un beso en la mejilla y se fue”, escuché que decía Marcos.
- ¿Petrucciani es el que decís?
- ¡Sí, ese!- dijo Fede re contento-…Michel Petrucciani -
Fede empezó a prestar atención a la charla de los pibes, mejor, yo ya me estaba cansando del jueguito y quería decirle “dejáme escuchar”. Justo que mis oídos habían quedado libres se pusieron a hablar de futbol, así que fui de nuevo a la pieza de Mariela. Cuando abrí la puerta vi algo que tardé en entender, Flor y Mariela se daban un piquito. Se sacaban fotos, a mí me quedó grabada la misma escena pero desde otro punto de vista, más lejos, de costado, las dos sentadas en la cama mirando para arriba.
- ¡Vení, Chalo!- dijo Mariela- Sentate con las chicas que les saco a los tres. Flor me tiró de espaldas en la cama y mientras Veru me abrazaba de un lado y Flor del otro, las dos me daban un beso en la mejilla. Yo me las imaginaba con la cara de Mariela, era ella desdoblada. Y una tercera que desde arriba nos apuntaba con el celular.
Entonces escuchamos a la madre de Mariela diciendo que ya estaba la torta, que vayamos al comedor. Ellas saltaron de la cama y me llevaron de la mano hasta la mesa.
Después de apagar las velitas Mariela repartió la torta. Nos quedamos entretenidos y silenciosos un rato, comiendo la torta de chocolate. Entonces la madre de Mariela me llamó desde la cocina, levantó la mano con un guante naranja y la movió como si fuese un pañuelo.
- ¿Y cómo la pasaron anoche?- preguntó mientras ponía un vaso recién enjuagado boca abajo en el secaplatos. Mi mirada se detuvo en las gotitas chorreantes, y sentía la suya en algún lugar de mi cara.
- ¿Anoche?
- ¿Qué, vos no fuiste a bailar con los chicos?
- No, ¿por? No me gusta ir a bailar. Vas a tener que preguntarle a otro cómo estuvo anoche si querés saber, o a tu hija, creo que eso sería lo mejor.- Nunca había hablado así con la madre de Mariela.
-¿Cómo estás en química, Chalo? ¿La subiste?- dijo después de unos segundos de silencio incómodo. De la pileta salía vapor y olor a limón.
- No, todavía no. No tuvimos prueba después de esa en la que me fue mal…- contesté y pensé que era muy rara su pregunta. Se lo iba a decir, pero me interrumpió.
- Podés venir en la semana si querés, y te explico. Vos sabés que soy profesora en el mismo colegio, no?
- Sí. Sí, se. De matemática…
- A mí siempre me gustó Química ¿sabés? Estuve a punto de hacer ese profesorado y no Matemática… Al final cambié…En fin, el jueves a la tarde estoy desde el mediodía…
- Ah, bueno, gracias. Después veo qué hago, sí?

Fui al baño, me lavé la cara y mientras me miraba en el espejo pensé que la conversación con la madre de Mariela me había dejado triste y confundido. Pensé también en lo que me había dicho Mariela por el chat. “Sos muy especial para mí”. Había pensado todo el día en esa frase, pero en ese momento me parecía lejana e irreal, como si la verdad que contenía se hubiera gastado.
Los pibes se estaban preparando para salir y me llamaban; el plan era ir al centro a tomar algo. Cuando salí de la cocina vi que las chicas en el baño se abrazaban y sacaban fotos apuntando al espejo.
Mientras bajábamos las escaleras sentí que las cosas iban más rápido que yo, todo se me adelantaba. Yo a veces estaba alto y otras bajaba, pero nunca podía avanzar. Una vez en la calle los pibes tomaron la delantera, las chicas los seguían en la suya. Yo me quedé al lado de Mariela, y mientras ella cerraba la puerta le toqué el pelo y le dije:
-Estás muy linda hoy.
- Ay...gracias, y vos estás raro hoy. No me mires así que me asustás. - me dijo seria.
- ¿Por qué te asusto?
- No sé, te veo distinto y no me gusta nada ¿Estás bien? ¿Fumaste algo?
- No…ni ahí- y cuando dije eso me di cuenta: yo siempre estuve afuera.
- ¡Si no nos apuramos nos dejan acá! ¡Esperen!- gritó Mariela y aceleró los pasos.
Yo quería decirle “ Esperá vos! Esperame a mí…”, pero me quedé parado. Mariana ya estaba corriendo y yo no la pude seguir. Cuando alcanzó al grupo ya casi estaban doblando la esquina, y cuando finalmente lo hicieron los perdí de vista.


*Lorena Canoura nació en Barracas en el año 71. Estudió en la UBA y se recibió de Psicóloga en el 98. Está en pareja desde el año 90 con Germán y es mamá de una beba de seis meses que se llama Charo.

martes, 17 de agosto de 2010

Las mujeres de las revistas

Un cuento inédito de Soledad Jácome*


El galpón era una piecita a la que no se podía acceder desde adentro de la casa, había que salir al patio y dar toda la vuelta rodeando la cocina y las habitaciones. Tenía una puerta de madera hueca pintada de verde oscuro que estaba podrida en la parte de abajo y no cerraba bien, había que empujarla fuerte y siempre saltaba alguna astilla. Al arrastrarla hacía fricción contra el piso de cerámica marrón, que tenía dibujada la curva de los rayones como con un compás. El galpón era un refugio, un escondite. El único lugar apartado del resto de la casa en el que podía estar sola y tranquila. Pero había que tener mucho cuidado al abrir la puerta porque hacía un ruido grave, un ronquido, que retumbaba como un eco entre las placas de madera. Si no quería que nadie supiera que estaba ahí tenía que abrirla despacio, hacer mucha fuerza y levantarla, tratando de que casi no tocara el suelo para que rozara lo menos posible. A veces, de sólo pensar lo que me costaba abrir la puerta me daba fiaca ir al cuartito, por eso aprovechaba cuando llovía y nadie salía al patio o cuando mi mamá estaba cocinando y tenía la radio prendida, así el ruido que pudiera hacer la puerta pasaba desapercibido en medio del barullo. El galpón estaba lleno de cosas, entre la pileta y la pared había un lavarropas semiautomático. Era muy viejo, redondo y tenía unas paletas en el medio para revolver la ropa. Y eso era lo único que hacía, revolvía la ropa, porque todo el resto se hacía a mano. Había que llenarlo con un balde o con la manguera, ponerle jabón, encenderlo y dejarlo un rato dando vueltas. Después, cuando paraba, había que sacar la ropa, enjuagarla en la pileta y escurrirla. También había un mueble de madera enclenque, en dónde se guardaban las herramientas, la tijera de podar, algunas latas con restos de pintura y barniz y el veneno para las hormigas. En los dos estantes de arriba había diarios viejos y revistas que se coleccionaban. En el penúltimo estante estaban las Billiken, las guardábamos para hacer los trabajos del colegio, cuando teníamos que recortar letras o poner alguna ilustración en el cuaderno para las fechas patrias. Pero cuando me encerraba en el galpón, me trepaba al banquito escalera, agarraba un tenedor largo con tres dientes, que se usaba para hacer los asados, me estiraba todo lo que podía y arrastraba las revistas del último estante. Esa pila de revistas, las que estaban más alto, eran las que me interesaban. Una colección de varios ejemplares de Vivir del ’76 al ’79. Las fotos de esas revistas eran el material más erótico que yo había visto hasta ese momento. En varios números aparecían imágenes de partos a todo color y con mucho detalle: vaginas dilatadas hasta lo inimaginable en primer plano, cordones umbilicales verdosos y violáceos colgando entre las piernas como serpentinas viscosas, bebés enrojecidos embadurnados con una especie de gelatina, llorando con desesperación. Esas fotos no me daban impresión, a veces me las quedaba mirando por curiosidad, por ver en detalle esas partes prohibidas de los cuerpos adultos que yo nunca había visto, aunque muchas veces había tantos fluidos, sangre y médicos alrededor, que terminaban asqueándome. Pero las fotos que más abundaban en esas revistas eran las de mujeres amamantando, desnudas de la cintura para arriba o con camisones transparentes, como de gasa, siluetas de mujeres embarazadas a media luz con unas tetas enormes cayendo pesadas y apoyándose sobre la panza. Esos son mis primeros recuerdos eróticos, yo era una nena de siete u ocho años y todavía no sabía nada sobre masturbación, pero sí sabía que cuando miraba a las mujeres desnudas de la revista y cruzaba fuerte las piernas un cosquilleo hermoso, único, indescriptible me subía desde la entrepierna hasta la garganta. Jamás había sentido una cosa así, ni había nada que pudiera hacerme repetir tal sensación, salvo las mujeres de las revistas. Mujeres suaves, casi siempre sonrientes, maquilladas con colores claritos, labios rosados, el pelo brillante, con el flequillo de costado y las puntas cepilladas hacia fuera como se usaba en esa época. Mujeres etéreas envueltas en desavillés color crema, translúcidos, sus cuerpos desnudos a contraluz en la penumbra de una mañana blanca, los dedos de uñas nacaradas limadas en redondo apretando los pezones, mostrando como había que hacer para sacar la leche. Mujeres sensuales, con una desnudez sin pose, sin provocación, sin mirada a cámara, mostrando sus cuerpos con naturalidad, como si hicieran sin ropa su rutina cotidiana.

Por eso para mí encerrarme en el galpón, trabar la puerta con el pasador y quedarme sola con las mujeres de las revistas era un momento de sagrada intimidad. Me procuraba una soledad completa, que mi papá no estuviera en casa y que mi mamá estuviera ocupada en algo que le llevara mucho tiempo. A veces se encerraba en el baño a depilarse las piernas y tardaba casi una hora en salir. Pero era mucho mejor cuando se ponía a trabajar con las fotos, porque tardaba más. Mi papá era fotógrafo de cine y de teatro, hacía la foto fija de las películas y las fotos grandes de los artistas que se pegan en las puertas de vidrio en la entrada de los teatros. A veces también hacía publicidades gráficas para alguna revista, pero ese trabajo era muy inestable, así que lo complementaba haciendo sociales: cumpleaños de quince, comuniones y casamientos, y sacando las fotos de grado en algunos colegios. Mi mamá hacía el trabajo administrativo y la presentación final: el listado de cobranzas, las fechas de entrega y el armado de las carpetas. Así que a veces prendía la lámpara del comedor, como si fuera un día de cumpleaños o Navidad, estiraba la mesa de madera, que tenía una tabla escondida por debajo para hacerla más larga, y acomodaba encima las fotos de los colegios. Las ordenaba clasificándolas en grupales, individuales y por grado. Colocaba en varias hileras las carpetas de paspartú blanco abiertas, que en cada hoja tenían impreso un rectángulo plateado en dónde iba la foto. Abría el tarro con la cola de carpintero y hundía un pincel duro, que sólo se usaba para eso, después untaba el centro de los recuadros y pegaba las fotos. En la hoja izquierda la grupal y en la derecha la individual. Por último cerraba las carpetitas que tenían en el medio un papel manteca, para separar las fotos una de otra, y las apilaba por grado.

La verdad es que tenía bastantes oportunidades para estar sola y tenía muy claros los tiempos de trabajo y de las distintas actividades de mis padres. Por ejemplo, sabía que si mi papá estaba filmando no venía hasta muy tarde, lo más probable era que llegara de madrugada; si mi mamá no tenía trabajo con las fotos a veces se arreglaba las uñas o miraba televisión. Creo que el ejercicio de calcular los tiempos, de interpretar los ruidos, de estar atenta a los pasos fue algo que empecé a hacer sin darme cuenta cuando me encerraba en el galpón. Preservar ese momento era lo más importante para mí, porque si sentía el golpe de la puerta mosquitero de la cocina y el ruido de las sandalias viniendo por el pasillo hacia el fondo, o si me llamaban desde adentro con un grito para que me fuera a bañar o a hacer la tarea, se rompía ese hilo delgado y mágico de intimidad. Era como si me vieran desnuda, como si descubrieran un secreto que me diera vergüenza.

Un sábado húmedo de enero estábamos por viajar a Mar del Plata y me preocupaba encontrar el momento para poder ir al galpón porque quería llevar algunas revistas. Mi papá se encargaba de hacer las fotos de algunos teatros, así que en verano él tenía que ir por trabajo, a ver cómo habían quedado las marquesinas y a cobrar. Por eso todos los años, aunque sólo fuera por unos pocos días, íbamos a Mar del Plata. Ese día estábamos por salir, yo siempre preparaba un bolso chiquito con mis cosas, algunos libros de cuentos y algunos juguetes, así que pensaba esconder las revistas ahí. Al mediodía, mientras mis papás cargaban el auto, aproveché y fui. Hacía un rato que había dejado de llover y las baldosas emanaban un vapor sofocante. El sol del mediodía rasgaba las nubes con sus rayos filosos interrumpiendo la tormenta. A mí me gustaba la lluvia en verano, porque podía meter los pies en los charcos del patio y jugar con los caracoles. Entré con cuidado, trabé la puerta, agarré el banquito escalera y lo puse frente al mueble. Me trepé y manoteé el tenedor del asado que estaba en el segundo estante y cuando ya estaba en puntas de pie sobre el último escalón, a punto de alcanzar las revistas, una araña se asomó por encima de la pila de los diarios. Era bastante grande y tenía unas patas largas y finitas que se movían ágiles e intercaladas, como los dedos de una mano saltando por las teclas de un piano. Me asusté mucho, venía directo hacia mí, me resbalé y caí al piso de espaldas. No fue un golpe fuerte, pero me costó levantarme y la desesperación por salir rápido de ahí me puso todavía más nerviosa. Nos fuimos a la tarde y esa misma noche llegamos a Mar del Plata. Yo estaba inquieta, me acosté en el asiento de atrás en el auto pero no pude dormir en todo el viaje. Las mujeres de las revistas se paseaban por mi cabeza como diapositivas imaginarias y yo no sabía como calmar esa extraña sensación entre las piernas.

Al día siguiente nos levantamos y fuimos a la playa. Teníamos que aprovechar la mañana porque al mediodía estábamos invitados a almorzar en la casa de un productor de teatro con el que mi papá había programado una reunión. Mi mamá me puso un solero de verano que me encantaba, era color cereza con pintitas blancas y un volado grande abajo, terminando la pollera. La casa estaba en un barrio de chalets de piedras y tejas rojas, con caminitos y escaleras para llegar a la puerta de entrada y canteros llenos de hortensias azules. Cuando entramos quedé deslumbrada, nunca había estado en una casa tan grande y tan elegante. El living tenía un sofá de cuero negro en “L” que rodeaba una mesa ratona de acrílico transparente. El piso era un lago de mármol gris y una de las paredes estaba cubierta con un espejo amarronado, como si le hubieran volcado encima una capa de caramelo, me devolvía un reflejo bronceado. También había un bar del que colgaban muchas copas boca abajo, como un colchón de burbujas suspendido en el aire. Sobre la barra había una pequeña escultura de yeso: una mujer desnuda, con los brazos en alto y la cabeza hacia atrás, el pelo le caía hasta la cintura como una cascada de bucles. Estaba dentro de una especie de calesita, como las glorietas de las plazas pero en miniatura, con una luz adentro que teñía todo de dorado. La mujer parecía enjaulada por muchos hilos de agua que caían constantes desde el techo. Yo estaba fascinada frente a esa chica atrapada entre miles de gotitas perpetuas cuando me llamaron desde el jardín. El dueño de casa y mis papás ya estaban afuera, el almuerzo iba a ser al aire libre. Salí por una puerta de vidrio muy grande que comunicaba el comedor con un patio de baldosas blancas. En esa parte ya daba la sombra pero en el resto del jardín el sol rebotaba contra el pasto que parecía fosforescente. Cuando se me acomodaron los ojos a la luz del mediodía pude ver la pileta, mis papás y el señor que nos había abierto la puerta estaban en el borde inclinados sobre una reposera saludando a alguien. Me volvieron a llamar para que me acercara y me presentaron. En la reposera había una mujer, una actriz, la reconocí porque la había visto varias veces en la televisión. Se notaba que recién había salido de la pileta, el pelo negro y mojado se le pegaba a los hombros como un tatuaje de arabescos. Tenía la piel húmeda y luminosa, como cubierta por un rocío brilloso y un cuerpo carnoso, redondeado, tostado por el sol. Usaba una bikini de una sola pieza, una bombacha negra de talle muy bajo, bien a la cadera, pero no usaba corpiño. En la parte de arriba no tenía nada y eso me perturbó. Verla saludando a todos, conversando, encendiendo un cigarrillo casi desnuda, como si fuera lo más normal del mundo. Tenía unas tetas hermosas, grandes, anchas, ovaladas. Caían delicadas y suaves, aunque se notaba que eran pesadas. Los pezones oscuros y chiquitos, arrugados por el frío del agua. No me atrevía a acercarme, me hizo un gesto con la mano para que me parara al lado de ella y me preguntó el nombre. No sé si se habrá dado cuenta, pero yo estaba perdida, hechizada por el vaivén de sus tetas que se movían con cada uno de sus ademanes. Nunca había visto una mujer desnuda en persona. Le di una respuesta automática y le dije mi nombre. Me miró, tenía los ojos finitos como ojales, entrecerrados por el sol que le daba en la cara. Después elogió mi vestido, dijo que le encantaban los volados y me preguntó la edad. Le respondí, ella me acarició el pelo y me dijo que ya era casi una mujer.


*Soledad Jácome nació y vive en Ramos Mejía. Estudió ciencias de la comunicación y diseño. Le gusta leer, coser y bailar flamenco. Escribía el blog Ya le llevo su café...

http://www.yalellevosucafe.blogspot.com/

martes, 10 de agosto de 2010

Paciencia

Un cuento inédito de Juan Etchegoyen*


—¡Tano, traete un vino! Te repito, se rajó. Me di cuenta cuando llegué a casa y vi la puerta abierta y al entrar no había nada, ni los muebles, sólo un bolso con mi ropa en el medio de la pieza. No tuvo ni un poquito de lastima, sin decir agua va o agua viene, se rajó. La verdad que no la entiendo. ¡Mirá que le tuve paciencia, hermano!
—Te voy a decir que yo hace rato que no te veo, Negro, pero vos sos de hacer cagada'.
—Si se hubiera rajado cuando éramos más jóvenes, ahí te lo hubiera entendido. Pero ahora que somos dos viejos. Ahora que me porto bien.
—¡El zorro pierde el pelo pero no las maña'!
—¡No lo hizo cuando la cagué con Sara!
—¡Vos también! ¡Cogerte a la hermana! ¡Cuando me lo contó el Tuerto me quise morir, boludo! ¡Contame!
—Bien que se la bancó. ¡Como estaba esa mina! Tampoco era para perdérsela. ¡Tenía un culo y unas tetas de película! Y era rapidita, se andaba haciendo la linda y un día me la traje para casa y no va que ese día, ésta sale temprano del trabajo porque tiene fiebre. Llega a casa entra de sopetón y ahí no mas nos encuentra, a mí desnudo en la cama y la hermana en bolas saliendo del baño.
—¿Y?
—¡Que quilombo, hermano, que quilombo, dios! La agarró de los pelos y la sacó como estaba a la calle. Pero se la bancó, ¿qué queres que te diga?
—Sos Gardel , Negro.
—Se bancó cuando le vendí los cubiertos plata que eran de los abuelos.
—Te dejo un tiempo y hacés desastre. ¿Los burro'?
—No, papá, las cartas , estaba metido hasta las patas con la deuda que tenía.
—Y… las deudas de juego son sagrada'.
—Lloró un poco, pero también se la bancó. ¿Si no me jodió en ese momento, por qué ahora?
—¿Y adonde estas parando, Negro? Porque guita para alquilar no tenés, si no laburastes en tu puta vida, siempre te mantuvo la bruja.
—Me acuerdo cuando se gastó una guita que había encanutado para irme a pasar un fin de semana con Alicia, la mujer de Antonio, el tornero que vivía a mitad de cuadra.
—¡Che, hijo de puta!, ¡¿mi mujer se salvó?!
—Ah, no, eso no, hermano. ¿Somos amigos, o no?
—¡Te digo, no mas!
—¡Esa era putisima! Le había hecho el verso al marido de que la hermana que vivía en Mar del Plata estaba enferma y tenía que ir a verla. Ya me estaba afilando los dientes cuando veo que esta me gastó la guita en ropa. Decía que la necesitaba para ir a trabajar.

—Y….yo me acuerdo que vos la tenías sin una pilcha.
—¡Dejate de joder! Si en el laburo le daban un guardapolvo y podía ir y venir con eso. ¡La cagué a palo' ese día! y ella, sin chistar.
—¡Eh, se te fue la mano!
—Cuando se enfermó el padre, que vivía en Concordia, quería que yo le diera plata para ir a verlo, porque eso si, yo la tenia acostumbrada, ella cobraba y toda la platita a papá. Que si se la dejaba, era capaz de gastarla en cualquier cosa. Para ella, diez pesos todos los días.
—¿Nada más?
—A ver, decime, ¿precisaba más?, ¿para qué?
—¡Qué lo parió!
—Andá a saber dónde está ahora, se debe estar cagando de risa, vieja de mierda, pero que yo no la encuentre.
—¿Y adonde vas a ir, Negro? Viejo y solo.
—Si tuviera unos cuantos años menos, te juro que la busco y ahí si iba a saber lo que es bueno. ¿Sabes que me dejó? ¡Un pantalón, una camisa y dos calzoncillos, eso solo hay en el bolso! ¿No es una turra?
—¡Qué vieja jodida había resultado!
—Ella trabajaba todos los días de la semana y cuando llegaba el domingo empezaba, que vamos al cine o a caminar por el Rosedal. Lo peor era que sabía que a mí los domingos no me saques de los burros, solo si Banfield jugaba de local ahí si que no me lo perdía, si ganaba, después a festejar.
—¡Dejate de joder con ese club de mierda.
—No me toques el Taladro porque se pudre todo.
—¡Ta!
—Mira que pasaron años y esta mina no la entendía. Yo tenia una rutina, los viernes poker con los muchachos, algún que otro sábado me mandaba con Pedro a bailar. Te pregunto, ¿eso es tan jodido?
—¿No la llevabas?
—Ella decía llévame. ¡Estaba en pedo! ¡Ir a bailar con mi mujer! ¡Vamos! Yo a ella no le prohibía salir, pero dale con que la plata no alcanzaba.
—Y..., con diez pesos…
—¡Bueno yo no podía estar en todo!
—Tenés razón
—¡Pero ahora se volvió loca! Ahora que estoy hecho un maricón por la edad, viste, ya los huesos no me dan. Ahora que estoy tranquilito,¡Hace como diez años que no jodo mas! Ni nos hablamos, ya me olvidé la ultima ves que la surtí.
—Vos sos muy mano larga, Negro
—También ella se lo buscaba, mira que yo soy un tipo tranquilo. ¡Pero ésta me hacia salir de las casillas!, en cuanto me distraía me afanaba, me escondía la guita, me la escondía, llegaba al boliche y cuando iba a pagar la vuelta, no tenía plata. Después no quería que le pegara un par de sopapo'.
—¿Vistes?, uno se casa y es para quilombo.
—Sabes para que me case. Para llegar a viejo y que me cuidaran, para eso me case. ¿Es mucho pedir?
—Vos sabes que en la pieza del convento apenas si cabemos yo y la bruja con los tres pibes. Si no……
—Ni agradecida es, la saque de esa casa de borrachos. Mira, no se si no se la cogia el padre.
—¡Pa tanto era!
—El día que nos casamos, el tipo no hacia mas que llorar y acariciarle la cabeza, te llevas una joyita ya vas a ver, me decía.
—¡Anda a saber Si no te contó nada…..
—¡Me abrochó, la guacha! Después de tantos años es la primera vez que falto. Me puse en pedo y terminé en la seccional todo el fin de semana. ¿Y qué me hace? Se raja y se lleva todo. ¿No te digo?, ¡es una hija de puta!
—¡Y bueno, Negro! Paciencia. ¡Tano, mandate otra vuelta!



*Pequeña biografia nihilista.

El Chabón, o sea yo, era una nube de pedo flotando feliz en algún lugar del universo. Un día, algo o alguien (me gustaría saber qué o quién, pa´charlar un rato, nada más) me metió en un cuerpo sólido que, sin preguntarme si yo quería, el 3 de marzo de 1947 salio pa´fuera.
Ahí se pudrio todo. Lo primero que me jodió fue que inmediatamente sentí que me picaba el bagre, tuve fame, ragu, y apareció una teta toda para mí solo, juro que me la ofrecieron (en ese momento apareció la frase que me acompaña desde mi mas tierna infancia, “A ver, mamita, deme esa tetita”. Mientra me clavaba la teta todo estaba bien, pero en cuanto me la escamoteaban pensaba en dónde estaba y de dónde venia y me cagaba de miedo (esto sucedía más o menos cada dos o tres horas). Cuando pude cerrar el culo y abrir la mente comencé a pensar en para qué había venido a este mundo y cuál era mi misión, y en eso estoy, aunque en cualquier momento mando todo a la mierda y me vuelvo al lugar de donde vine.


Juan Etchegoyen
http://www.baladamecanica.blogspot.com

martes, 20 de julio de 2010

Musa e Inconsciente

"De modo parecido, a lo largo de la vida nos llenamos de sonidos, olores, sabores y texturas de personas, pasajes y acontecimientos grandes y pequeños. Nos llenamos de las impresiones y experiencias y de las reacciones que nos provocan. Al inconsciente entran no sólo datos empíricos sino también datos reactivos, nuestro acercamiento o rechazo a los hechos del mundo.

De esta materia, de este alimento, se nutre La Musa. Ése es el almacén, el archivo, al que hemos de volver en las horas de vigilia para cotejar la realidad con el recuerdo, y en el sueño para cotejar un recuerdo con otro, y exorcizarlos si hace falta.

Lo que para todos los demás es El Inconsciente, para el escritor se convierte en La Musa. Son dos nombres de lo mismo."

en " Cómo alimentar la musa y conservarla, Zen el arte de escribir. Editorial Minotauro, 1995. Ray Bradbury

Tomado de Taller de Cuento Bogota City
http://tcuentobogota.blogspot.com/


jueves, 15 de julio de 2010

QÌO MAR

Un cuento inédito de Mario Perriconi*


El mascarón del Cristóbal se adivinaba en el atardecer de verano. Proveniente de Gundiá, sobre la costa oeste del sur del Sájara, había atravesado el Atlántico para llegar a la isla. Poco se sabía de ese país y de su pueblo primitivo, que renegaba del arte y cuyas tierras eran ricas en maderas. Un propósito menos extraño lo acercaba hasta la isla. Una carga de cereales que pronto sería trasladada a la capital.
En el puerto los esperaba Qío Mar, encargado de las dársenas, y su amigo y capataz Ícaro Díaz. Ambos recibieron al capitán de la embarcación. Se trataba de un hombre de tez oscura y afilada, de voz agradable y gruesa.
Al capitán del Cristóbal lo acompañaba otro marinero, más joven y de menor porte, que se le parecía mucho. Qío pensó que debía ser el hijo. Luego de los saludos, Qío e Ícaro fueron invitados a recorrer la nave, donde conocieron al resto de la tripulación que, con las diferencias propias de la edad y del sexo repetían la misma similitud de facciones que se encontraba entre los dos primeros.
Pasearon por las instalaciones de la nave, decoradas con lujo. La madera le daba una belleza cálida y variaba en su color según la categoría de los que la habitaban. Algunas tenían sobre sus paredes bajorrelieves con perfiles donde se mezclaban elementos humanos, animales y demonios, que se repetían como con un sello. En la cúpula del salón principal, el artista (no pudieron encontrar en su idioma una palabra para el término “artista”) había dibujado criptografías.
La estrechez del pasillo por donde pasaron, lo hacía parecer más extenso. En el lugar de los ventanucos se encontraban miniaturas de piedra de diferentes tamaños trabajosamente labradas.
Extrañaba a los visitantes que con aquellos hombres sencillos se encontrara un verdadero museo, pero cuyo objeto no fuera, quizás, ser apreciado por el valor del ojo humano.
Al llegar al comedor de oficiales, Ícaro se detuvo a admirar una de las paredes que se encontraba tapizada con pieles de animales, donde se dibujaban naturalmente las figuras de venados, como si hubiesen hallado ese arte sin recurrir a la tarea humana. Qío lo tomó del brazo y continuaron. Luego, convidados por el cocinero, bebieron un jugo perfumado en unos enormes cacharros de hierro fundido.
Los dos amigos caminaban detrás del capitán, quien explicaba todo sobre cada objeto o lugar conocido. Una chaqueta de hilo crudo y unos pantalones desgastados vestían al comandante del barco. Un tahalí de cuero le cruzaba el pecho.
La visita demoró más de una hora.. Los extranjeros prefirieron quedarse a bordo hasta el día siguiente, cuando trabajarían en la descarga.
Qío volvió rápido a su casa. Cansado, sintió que quizás aquella exquisita bebida contuviera alcohol. Sufría un leve mareo que rápidamente se alivió. Cenó junto a sus hijos y se acostó temprano. Encontró el libro donde alguna vez había leído sin interés sobre Gundiá.
Se consideraban herederos de una civilización desaparecida que no había dejado más que despojos de su pasado. La sobrevivieron ritos y tradiciones. Aberraban del arte naturalista. Consideraban que imitar la naturaleza, no sólo era inútil sino también profano.
Se habían anticipado a otros iconoclastas con el mismo terror de nombrar con imágenes lo que no podía ser pronunciado. El mismo autor, en su entusiasmo, hasta procuraba demostrar que en los Gundios se podía encontrar una de las Tribus Perdidas.
El largo día de trabajo le había traído un sueño intranquilo que le hizo abandonar la lectura.
A la mañana siguiente Icaro Díaz no llegó al puerto. Su hija Nera avisó que había estado delirando durante la noche y que ahora descansaba tranquilo. Tampoco a Qío le había sido fácil dormir esa noche. Largas pesadillas que recién comenzaba a recordar...


Se encontraba Qío en una playa de su niñez junto a Ícaro. El sol de verano brillaba fuerte en el cenit. Un bosque de arbustos rústicos escondía las tierras más altas donde llegaron exhaustos luego de nadar.
Tendidos sobre la hierba vieron acercarse una pequeña araña. Ícaro la advirtió y llamó a su amigo, que debió acomodarse sobre su izquierda para mirarla. Se movía con rapidez hasta ellos. Qío tomó una piedra y la mató.
Se arrepintió de inmediato luego de que quedara mortalmente aplastada y apenas un hilo de ella se viera sobre la tierra.
Sintió pena por haber destrozado aquella vida que coincidía en ese instante con la suya.
Miró a su amigo que se había dormido. Se molestó al entender que la gravedad de lo sucedido no debería haberle permitido el sueño. Regresó hacia la playa de piedra y musgo. El sol, brillaba más fuerte y naranja y había una rara sensación que daban las olas que callaban al chocar mudas contra la orilla.
–Nadie más que yo está aquí— pensó , y al advertir que unas aves cruzaban alto proyectando su sombra, volvió sobre él el recuerdo de su reciente víctima.
Apuró el paso a medida que una brisa cada vez más cálida lo seguía. –Sólo era una araña se dijo– y no podía tener más que ese pensamiento. Pero el sol, el agua, el dibujo monstruoso de las ramas, el vértigo de las nubes, su propia respiración; le recordaban su crimen y se asombraba de esa inmensa y severa palabra. El mar que había subido lo atrapaba hasta la cintura. Corrió
Cayó agitado sobre las rocas
–Todo es horrible aquí –pensó, mientras se precipitaba hacia el fondo marino, comprendiendo ese orden cósmico hasta quedar aplastado entre las piedras.


Despertó agitado. Se recuperó con lentitud de la asfixia y salió al trabajo.
A la noche visitó al Rey Elías confiando en poder relatarle su sueño. Lo conocía de joven y había disfrutado de sus consejos. Nunca supo por qué se hacía llamar rey.
Qío lo encontró ocupado con un libro en su jardín.
“La naturaleza es reflejo de la naturaleza”, le dijo Elías. Mira ese charco que casi pisas. En él se refleja el infinito de las estrellas. Fíjate en tu padre, hemos sido por largos años amigos y tiene contigo un gran parecido que no puedo llamar asombroso pues no me puedo asombrar de que un hijo se asemeje a su padre. Las rosas son semejantes entre sí. Yo nací bajo una rama de olivo y Júpiter brillaba en ese momento. No te sonrías, pero qué augurio podía tener el nacimiento de un rey sino aquél.

—Vuélvete al puerto, fíjate nuevamente en esa nave y piensa en lo que has escuchado de mi boca –dijo el sabio.
La diáfanía hacía más llena a la luna. Soplaba el verano una brisa que llegaba suave del mar Qío no demoró mucho en llegar al puerto. Bajó hacia las dársenas que había dejado hacía unas horas. Descubrió que el Cristóbal ya no estaba. Sorprendido, sin testigos que le informasena de su partida (por así llamar a aquella desaparición) se sentó sobre las maderas que hacían de escalones. El océano sereno murmuraba en la noche costeña.



*Mario Perriconi nació en Buenos Aires en 1959

jueves, 1 de julio de 2010

Diciembre de 2009

Lectura y brindis de fin de año


sábado, 13 de marzo de 2010

Cuentos y latigazos

"Supongo que cuando al fin —vacío de todo, permeado solamente por la lucidez— uno comienza a escribir el cuento, sabe muy bien que lo esencial es que el lector sienta en su pellejo el restallido del látigo. Pero no puede ver el látigo. Sólo le dejaremos sentir el picor doloroso en su piel, y al mismo tiempo escuchará el trallazo del cuero en el aire."

Pedro Juan Gutiérrez. Viejas tesis sobre el cuento*

en Taller de Cuento Bogotá City
http://tcuentobogota.blogspot.com/