martes, 17 de agosto de 2010

Las mujeres de las revistas

Un cuento inédito de Soledad Jácome*


El galpón era una piecita a la que no se podía acceder desde adentro de la casa, había que salir al patio y dar toda la vuelta rodeando la cocina y las habitaciones. Tenía una puerta de madera hueca pintada de verde oscuro que estaba podrida en la parte de abajo y no cerraba bien, había que empujarla fuerte y siempre saltaba alguna astilla. Al arrastrarla hacía fricción contra el piso de cerámica marrón, que tenía dibujada la curva de los rayones como con un compás. El galpón era un refugio, un escondite. El único lugar apartado del resto de la casa en el que podía estar sola y tranquila. Pero había que tener mucho cuidado al abrir la puerta porque hacía un ruido grave, un ronquido, que retumbaba como un eco entre las placas de madera. Si no quería que nadie supiera que estaba ahí tenía que abrirla despacio, hacer mucha fuerza y levantarla, tratando de que casi no tocara el suelo para que rozara lo menos posible. A veces, de sólo pensar lo que me costaba abrir la puerta me daba fiaca ir al cuartito, por eso aprovechaba cuando llovía y nadie salía al patio o cuando mi mamá estaba cocinando y tenía la radio prendida, así el ruido que pudiera hacer la puerta pasaba desapercibido en medio del barullo. El galpón estaba lleno de cosas, entre la pileta y la pared había un lavarropas semiautomático. Era muy viejo, redondo y tenía unas paletas en el medio para revolver la ropa. Y eso era lo único que hacía, revolvía la ropa, porque todo el resto se hacía a mano. Había que llenarlo con un balde o con la manguera, ponerle jabón, encenderlo y dejarlo un rato dando vueltas. Después, cuando paraba, había que sacar la ropa, enjuagarla en la pileta y escurrirla. También había un mueble de madera enclenque, en dónde se guardaban las herramientas, la tijera de podar, algunas latas con restos de pintura y barniz y el veneno para las hormigas. En los dos estantes de arriba había diarios viejos y revistas que se coleccionaban. En el penúltimo estante estaban las Billiken, las guardábamos para hacer los trabajos del colegio, cuando teníamos que recortar letras o poner alguna ilustración en el cuaderno para las fechas patrias. Pero cuando me encerraba en el galpón, me trepaba al banquito escalera, agarraba un tenedor largo con tres dientes, que se usaba para hacer los asados, me estiraba todo lo que podía y arrastraba las revistas del último estante. Esa pila de revistas, las que estaban más alto, eran las que me interesaban. Una colección de varios ejemplares de Vivir del ’76 al ’79. Las fotos de esas revistas eran el material más erótico que yo había visto hasta ese momento. En varios números aparecían imágenes de partos a todo color y con mucho detalle: vaginas dilatadas hasta lo inimaginable en primer plano, cordones umbilicales verdosos y violáceos colgando entre las piernas como serpentinas viscosas, bebés enrojecidos embadurnados con una especie de gelatina, llorando con desesperación. Esas fotos no me daban impresión, a veces me las quedaba mirando por curiosidad, por ver en detalle esas partes prohibidas de los cuerpos adultos que yo nunca había visto, aunque muchas veces había tantos fluidos, sangre y médicos alrededor, que terminaban asqueándome. Pero las fotos que más abundaban en esas revistas eran las de mujeres amamantando, desnudas de la cintura para arriba o con camisones transparentes, como de gasa, siluetas de mujeres embarazadas a media luz con unas tetas enormes cayendo pesadas y apoyándose sobre la panza. Esos son mis primeros recuerdos eróticos, yo era una nena de siete u ocho años y todavía no sabía nada sobre masturbación, pero sí sabía que cuando miraba a las mujeres desnudas de la revista y cruzaba fuerte las piernas un cosquilleo hermoso, único, indescriptible me subía desde la entrepierna hasta la garganta. Jamás había sentido una cosa así, ni había nada que pudiera hacerme repetir tal sensación, salvo las mujeres de las revistas. Mujeres suaves, casi siempre sonrientes, maquilladas con colores claritos, labios rosados, el pelo brillante, con el flequillo de costado y las puntas cepilladas hacia fuera como se usaba en esa época. Mujeres etéreas envueltas en desavillés color crema, translúcidos, sus cuerpos desnudos a contraluz en la penumbra de una mañana blanca, los dedos de uñas nacaradas limadas en redondo apretando los pezones, mostrando como había que hacer para sacar la leche. Mujeres sensuales, con una desnudez sin pose, sin provocación, sin mirada a cámara, mostrando sus cuerpos con naturalidad, como si hicieran sin ropa su rutina cotidiana.

Por eso para mí encerrarme en el galpón, trabar la puerta con el pasador y quedarme sola con las mujeres de las revistas era un momento de sagrada intimidad. Me procuraba una soledad completa, que mi papá no estuviera en casa y que mi mamá estuviera ocupada en algo que le llevara mucho tiempo. A veces se encerraba en el baño a depilarse las piernas y tardaba casi una hora en salir. Pero era mucho mejor cuando se ponía a trabajar con las fotos, porque tardaba más. Mi papá era fotógrafo de cine y de teatro, hacía la foto fija de las películas y las fotos grandes de los artistas que se pegan en las puertas de vidrio en la entrada de los teatros. A veces también hacía publicidades gráficas para alguna revista, pero ese trabajo era muy inestable, así que lo complementaba haciendo sociales: cumpleaños de quince, comuniones y casamientos, y sacando las fotos de grado en algunos colegios. Mi mamá hacía el trabajo administrativo y la presentación final: el listado de cobranzas, las fechas de entrega y el armado de las carpetas. Así que a veces prendía la lámpara del comedor, como si fuera un día de cumpleaños o Navidad, estiraba la mesa de madera, que tenía una tabla escondida por debajo para hacerla más larga, y acomodaba encima las fotos de los colegios. Las ordenaba clasificándolas en grupales, individuales y por grado. Colocaba en varias hileras las carpetas de paspartú blanco abiertas, que en cada hoja tenían impreso un rectángulo plateado en dónde iba la foto. Abría el tarro con la cola de carpintero y hundía un pincel duro, que sólo se usaba para eso, después untaba el centro de los recuadros y pegaba las fotos. En la hoja izquierda la grupal y en la derecha la individual. Por último cerraba las carpetitas que tenían en el medio un papel manteca, para separar las fotos una de otra, y las apilaba por grado.

La verdad es que tenía bastantes oportunidades para estar sola y tenía muy claros los tiempos de trabajo y de las distintas actividades de mis padres. Por ejemplo, sabía que si mi papá estaba filmando no venía hasta muy tarde, lo más probable era que llegara de madrugada; si mi mamá no tenía trabajo con las fotos a veces se arreglaba las uñas o miraba televisión. Creo que el ejercicio de calcular los tiempos, de interpretar los ruidos, de estar atenta a los pasos fue algo que empecé a hacer sin darme cuenta cuando me encerraba en el galpón. Preservar ese momento era lo más importante para mí, porque si sentía el golpe de la puerta mosquitero de la cocina y el ruido de las sandalias viniendo por el pasillo hacia el fondo, o si me llamaban desde adentro con un grito para que me fuera a bañar o a hacer la tarea, se rompía ese hilo delgado y mágico de intimidad. Era como si me vieran desnuda, como si descubrieran un secreto que me diera vergüenza.

Un sábado húmedo de enero estábamos por viajar a Mar del Plata y me preocupaba encontrar el momento para poder ir al galpón porque quería llevar algunas revistas. Mi papá se encargaba de hacer las fotos de algunos teatros, así que en verano él tenía que ir por trabajo, a ver cómo habían quedado las marquesinas y a cobrar. Por eso todos los años, aunque sólo fuera por unos pocos días, íbamos a Mar del Plata. Ese día estábamos por salir, yo siempre preparaba un bolso chiquito con mis cosas, algunos libros de cuentos y algunos juguetes, así que pensaba esconder las revistas ahí. Al mediodía, mientras mis papás cargaban el auto, aproveché y fui. Hacía un rato que había dejado de llover y las baldosas emanaban un vapor sofocante. El sol del mediodía rasgaba las nubes con sus rayos filosos interrumpiendo la tormenta. A mí me gustaba la lluvia en verano, porque podía meter los pies en los charcos del patio y jugar con los caracoles. Entré con cuidado, trabé la puerta, agarré el banquito escalera y lo puse frente al mueble. Me trepé y manoteé el tenedor del asado que estaba en el segundo estante y cuando ya estaba en puntas de pie sobre el último escalón, a punto de alcanzar las revistas, una araña se asomó por encima de la pila de los diarios. Era bastante grande y tenía unas patas largas y finitas que se movían ágiles e intercaladas, como los dedos de una mano saltando por las teclas de un piano. Me asusté mucho, venía directo hacia mí, me resbalé y caí al piso de espaldas. No fue un golpe fuerte, pero me costó levantarme y la desesperación por salir rápido de ahí me puso todavía más nerviosa. Nos fuimos a la tarde y esa misma noche llegamos a Mar del Plata. Yo estaba inquieta, me acosté en el asiento de atrás en el auto pero no pude dormir en todo el viaje. Las mujeres de las revistas se paseaban por mi cabeza como diapositivas imaginarias y yo no sabía como calmar esa extraña sensación entre las piernas.

Al día siguiente nos levantamos y fuimos a la playa. Teníamos que aprovechar la mañana porque al mediodía estábamos invitados a almorzar en la casa de un productor de teatro con el que mi papá había programado una reunión. Mi mamá me puso un solero de verano que me encantaba, era color cereza con pintitas blancas y un volado grande abajo, terminando la pollera. La casa estaba en un barrio de chalets de piedras y tejas rojas, con caminitos y escaleras para llegar a la puerta de entrada y canteros llenos de hortensias azules. Cuando entramos quedé deslumbrada, nunca había estado en una casa tan grande y tan elegante. El living tenía un sofá de cuero negro en “L” que rodeaba una mesa ratona de acrílico transparente. El piso era un lago de mármol gris y una de las paredes estaba cubierta con un espejo amarronado, como si le hubieran volcado encima una capa de caramelo, me devolvía un reflejo bronceado. También había un bar del que colgaban muchas copas boca abajo, como un colchón de burbujas suspendido en el aire. Sobre la barra había una pequeña escultura de yeso: una mujer desnuda, con los brazos en alto y la cabeza hacia atrás, el pelo le caía hasta la cintura como una cascada de bucles. Estaba dentro de una especie de calesita, como las glorietas de las plazas pero en miniatura, con una luz adentro que teñía todo de dorado. La mujer parecía enjaulada por muchos hilos de agua que caían constantes desde el techo. Yo estaba fascinada frente a esa chica atrapada entre miles de gotitas perpetuas cuando me llamaron desde el jardín. El dueño de casa y mis papás ya estaban afuera, el almuerzo iba a ser al aire libre. Salí por una puerta de vidrio muy grande que comunicaba el comedor con un patio de baldosas blancas. En esa parte ya daba la sombra pero en el resto del jardín el sol rebotaba contra el pasto que parecía fosforescente. Cuando se me acomodaron los ojos a la luz del mediodía pude ver la pileta, mis papás y el señor que nos había abierto la puerta estaban en el borde inclinados sobre una reposera saludando a alguien. Me volvieron a llamar para que me acercara y me presentaron. En la reposera había una mujer, una actriz, la reconocí porque la había visto varias veces en la televisión. Se notaba que recién había salido de la pileta, el pelo negro y mojado se le pegaba a los hombros como un tatuaje de arabescos. Tenía la piel húmeda y luminosa, como cubierta por un rocío brilloso y un cuerpo carnoso, redondeado, tostado por el sol. Usaba una bikini de una sola pieza, una bombacha negra de talle muy bajo, bien a la cadera, pero no usaba corpiño. En la parte de arriba no tenía nada y eso me perturbó. Verla saludando a todos, conversando, encendiendo un cigarrillo casi desnuda, como si fuera lo más normal del mundo. Tenía unas tetas hermosas, grandes, anchas, ovaladas. Caían delicadas y suaves, aunque se notaba que eran pesadas. Los pezones oscuros y chiquitos, arrugados por el frío del agua. No me atrevía a acercarme, me hizo un gesto con la mano para que me parara al lado de ella y me preguntó el nombre. No sé si se habrá dado cuenta, pero yo estaba perdida, hechizada por el vaivén de sus tetas que se movían con cada uno de sus ademanes. Nunca había visto una mujer desnuda en persona. Le di una respuesta automática y le dije mi nombre. Me miró, tenía los ojos finitos como ojales, entrecerrados por el sol que le daba en la cara. Después elogió mi vestido, dijo que le encantaban los volados y me preguntó la edad. Le respondí, ella me acarició el pelo y me dijo que ya era casi una mujer.


*Soledad Jácome nació y vive en Ramos Mejía. Estudió ciencias de la comunicación y diseño. Le gusta leer, coser y bailar flamenco. Escribía el blog Ya le llevo su café...

http://www.yalellevosucafe.blogspot.com/

1 comentario:

  1. Me gustó mucho. Yo juntaba fotos similares, creo que eran de revistas médicas. Las arrancaba, todo muy prolijito, y las guardaba en lugares secretos. Creo que no las tengo más. Ahora, luego de leer tu cuento me encantaría encontrar aquellas fotos.

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