miércoles, 25 de agosto de 2010

Sube y baja

Un cuento inédito de Lorena Canoura*


Desde que entré a la fiesta me sentí mareado, como si el piso se moviera todo el tiempo, un efecto como el que queda en el cuerpo después de haber estado unos días navegando. Saludé uno a uno a los que estaban en el comedor, incluso me acuerdo de haber hecho algunos comentarios con los pibes, pero no me acuerdo ahora, unas horas después, nada de lo que dije. Yo movía la boca y me salían las palabras, a ellos les pasaba lo mismo, funcionaba, eran pequeñas conversaciones mientras acomodábamos una silla para que yo me sentara y los pibes se corrían para dejarme pasar. Y sobresaliendo de ese fondo espumoso de murmullos, la voz de Mariela que venía desde su pieza. No entendía mucho lo que decía, pero lo que fuera me parecía que lo hacía sabiendo que yo había llegado.
Cuando toqué el timbre y la madre de Mariela atendió el portero eléctrico gritó “Es Chalo!” antes de cortar, o sea que Mariela sabía que yo la escuchaba cuando decía esas cosas, por qué entonces contaba que había ido a bailar la noche anterior y nombraba gente que yo no conocía y ni siquiera podía imaginar adonde y con quién había salido. Pero sí podía escuchar a Flor riéndose cómplice, salpicando las historias graciosas que contaba Mariela con alguna aclaración: entonces Flor había estado con ella.; sabía más que yo del mundo de Mariela. Y yo que, después de lo que nos dijimos por MSN, me había dicho “Tiene que ser hoy”.
Fui a saludar a las chicas a la pieza de Mariela; ella estaba rara, casi no me miraba, y yo seguía en mi puente colgante. Por momentos alto, llegaba hasta la lámpara china de papel que pendía del cielo raso, y me sentía un ave gigante bajando a picotear el suelo cuando me inclinaba a saludar a las chicas que estaban sentadas en la cama. Veru y Mara me miraron y dijeron algo, como con los pibes me salieron palabras, y a ellas también y parecían tener algo de sentido. Entonces cuando llegué a Mariela y le dije “Feliz cumpleaños” y ella dijo “Ah, gracias, no te vi llegar”, a mí me dolió por lo extraño; si pudiera desmenuzar esos momentos, poner pausa, congelarle la cara para definir qué sentí cuando me miró así, diría que me desconcertó porque me cambió la realidad: ella hablaba o no todo el tiempo para mí, yo había creído que lo hacía.
Le regalaron un celular, pero se lo dieron la noche anterior, como en Navidad, siempre hacen lo mismo en la casa de Mariela, se dan los regalos de cumpleaños a las doce. Saca buenas fotos, a ella le encanta subir fotos al fotolog. Siempre me pide mí o a Flor el celu, pone los labios como si fuera a dar un beso y mira para arriba, de fondo casi siempre sale el piso de parquet o el cubrecamas verde manzana. La primera vez que chateamos y me mandó esa foto en la playa, me gustó porque tenía arena pegada en el pelo y la mirada negra y brillante como un dibujo japonés. Yo le envié una foto mía en mi pieza, tocando la guitarra y ahí fue que ella dijo “Me podés enseñar”, yo dije “Dale” y a la semana siguiente fui a la casa. Empezamos a hablarnos todos los días en la escuela, en los recreos yo subía al aula de ella o al revés, ella bajaba al patio, y así pasaron los meses. La letra del tema que le toqué el otro día lo dice todo, pero no la había terminado así que sólo le mostré los acordes y tarareé la melodía. Ella me dijo que eran los mismos acordes de “Sweet child of mine”, y sí son los mismos, pero es diferente el ritmo, la melodía, y obvio que tiene otra letra… es otra canción, bah. Y bueno, cantála con letra y todo, me dijo. Pero es que no me la acuerdo toda. La verdad, ese no era el momento, para mi tenía que ser al final del cumpleaños, y después de lo que nos dijimos por MSN antenoche, más seguro estaba de eso.
No me contó que iba a ir a bailar; raro, porque siempre hablamos de que no nos gusta ir a bailar y somos muy parecidos en eso. A todos les gusta, en cambio Mariela y yo preferimos tomar mate y tocar la guitarra, sacar temas de Julieta Venegas, aunque a mí mucho no me gusta pero está bien que ella aprenda con algo que le interese. Yo quiero que saque el solo de Pink Floyd que le enseñé, pero ella se divierte más cuando puede cantar en español.
Me quedé un rato en la pieza de Mariela, había un plato con empanadas y me pareció bien comer lo antes posible, así se me iba el mareo, y mientras elegía las que comer me fui enterando adonde había ido a bailar. Las llevó el padre de Flor, cerca de la casa de la prima de ella, en provincia. Un boliche de Banfield.
- ¿Qué tenés ahí Chalo?- escuché que decía Veru y señalaba el cierre de mi jean desde un costado.
- Debe ser el regalo para Mariela- dijo Flor, riéndose. Mariela me clavó la mirada en el pantalón y no la despegaba…
Yo me miré y no veía nada raro, lo primero que pensé es que un par de horas atrás se me había parado mientras me bañaba, pero no la sentía parada en ese momento.
- ¡Ahí no, en la mano! La bolsa, Chalo- dijo Veru.
- Sí, Chalo, devolvé la bolsa, jajá- dijo Mariela y se reían todas.
Tenía el regalo en la mano izquierda; en una bolsa de nylon doblada, un cuaderno pentagramado con los temas que a ella más le gustaban transcriptos por mí, y muchas hojas en blanco para que escriba los que quiera. Me disculpé por haberme olvidado. Cuando Mariela lo abrió me miró y volví a ver ese brillo, como en la foto. Me dio un beso, me abrazó y apoyándome la mejilla contra el pecho dijo “Chalo, qué lindo…”. Pero qué, el regalo o yo. El cuerpo de ella contra el mío y yo oliéndole el pelo, todo rápido, un segundo, pero yo ahora si quiero pongo pausa otra vez, y vuelvo a cerrar los ojos y a oler el pelo de Mariela.
Me fui con los pibes que me estaban llamando, sentado con ellos me sentí más seguro. Marcos me preguntó qué onda.
- ¿Con quién?
- En general, qué onda.
- Ah, bien, todo tranquilo. ¿Vos? ¿Fuiste a la cancha?- Dije como para hablar de algo.
- No. Jugamos en Bolivia hoy- me dijo serio- Digamos que no sólo no pude ir sino que encima perdimos.
- Ah, cierto. - dije yo y no sabía si hablaba de Boca o de la Selección. Entonces me paré a servirme una cerveza y me senté al lado de Fede. Con él era diferente porque él tocaba el bajo, así que me puse a hablar un rato de música, siempre decimos de juntarnos a tocar y nunca lo hacemos. Éramos pocos varones: Fede, Marcos, Julián, un primo de Mariela que no se cómo se llama y yo. Marcos empezó a hablar de lo bueno que estuvo “anoche”, decía. A Marcos le encantaba ir a bailar, así que me imaginé que hablaba de un boliche. Pero cuando la nombró a Mariela sentí que me mareaba más “…Cuando Maru fue a la barra…”, algo así. No escuché bien, porque yo estaba hablando con Fede en realidad, pero en algunos silencios también estaba en la conversación de los otros. Y Fede justo me preguntaba si alguna vez había escuchado a un pianista de jazz con un apellido italiano que no recordaba, que empezaba con P… y yo entornaba los ojos y hacía silencio como buscando en mi memoria, pero en realidad aprovechaba para pescar algo más sobre el boliche, quería preguntar por Mariela, pero no daba para nada. Sabía quién era el pianista, así que podía seguir con esa técnica un rato, y le iba preguntando mecánicamente cosas para las que no necesitaba pensar mucho ni poner atención a lo que me contestara.
- ¿Vino a la Argentina alguna vez?- Yo “hacía tiempo” y mientras tanto escuchaba “…Mariela sentada en el sillón casi toda la noche…”. ¿Sola o con alguien?, me hubiera gustado preguntar.
- Vino con la banda, fui a verlo al teatro con mi viejo, mi primer concierto, no puede ser que no me acuerde… - dijo Fede.
-¿Cuál, uno que era muy petiso por una enfermedad en los huesos?
- Si, que siempre toca con los hermanos…- dijo Fede-. “Era un gil el chabón, me acerqué al sillón, le di a Mariela un beso en la mejilla y se fue”, escuché que decía Marcos.
- ¿Petrucciani es el que decís?
- ¡Sí, ese!- dijo Fede re contento-…Michel Petrucciani -
Fede empezó a prestar atención a la charla de los pibes, mejor, yo ya me estaba cansando del jueguito y quería decirle “dejáme escuchar”. Justo que mis oídos habían quedado libres se pusieron a hablar de futbol, así que fui de nuevo a la pieza de Mariela. Cuando abrí la puerta vi algo que tardé en entender, Flor y Mariela se daban un piquito. Se sacaban fotos, a mí me quedó grabada la misma escena pero desde otro punto de vista, más lejos, de costado, las dos sentadas en la cama mirando para arriba.
- ¡Vení, Chalo!- dijo Mariela- Sentate con las chicas que les saco a los tres. Flor me tiró de espaldas en la cama y mientras Veru me abrazaba de un lado y Flor del otro, las dos me daban un beso en la mejilla. Yo me las imaginaba con la cara de Mariela, era ella desdoblada. Y una tercera que desde arriba nos apuntaba con el celular.
Entonces escuchamos a la madre de Mariela diciendo que ya estaba la torta, que vayamos al comedor. Ellas saltaron de la cama y me llevaron de la mano hasta la mesa.
Después de apagar las velitas Mariela repartió la torta. Nos quedamos entretenidos y silenciosos un rato, comiendo la torta de chocolate. Entonces la madre de Mariela me llamó desde la cocina, levantó la mano con un guante naranja y la movió como si fuese un pañuelo.
- ¿Y cómo la pasaron anoche?- preguntó mientras ponía un vaso recién enjuagado boca abajo en el secaplatos. Mi mirada se detuvo en las gotitas chorreantes, y sentía la suya en algún lugar de mi cara.
- ¿Anoche?
- ¿Qué, vos no fuiste a bailar con los chicos?
- No, ¿por? No me gusta ir a bailar. Vas a tener que preguntarle a otro cómo estuvo anoche si querés saber, o a tu hija, creo que eso sería lo mejor.- Nunca había hablado así con la madre de Mariela.
-¿Cómo estás en química, Chalo? ¿La subiste?- dijo después de unos segundos de silencio incómodo. De la pileta salía vapor y olor a limón.
- No, todavía no. No tuvimos prueba después de esa en la que me fue mal…- contesté y pensé que era muy rara su pregunta. Se lo iba a decir, pero me interrumpió.
- Podés venir en la semana si querés, y te explico. Vos sabés que soy profesora en el mismo colegio, no?
- Sí. Sí, se. De matemática…
- A mí siempre me gustó Química ¿sabés? Estuve a punto de hacer ese profesorado y no Matemática… Al final cambié…En fin, el jueves a la tarde estoy desde el mediodía…
- Ah, bueno, gracias. Después veo qué hago, sí?

Fui al baño, me lavé la cara y mientras me miraba en el espejo pensé que la conversación con la madre de Mariela me había dejado triste y confundido. Pensé también en lo que me había dicho Mariela por el chat. “Sos muy especial para mí”. Había pensado todo el día en esa frase, pero en ese momento me parecía lejana e irreal, como si la verdad que contenía se hubiera gastado.
Los pibes se estaban preparando para salir y me llamaban; el plan era ir al centro a tomar algo. Cuando salí de la cocina vi que las chicas en el baño se abrazaban y sacaban fotos apuntando al espejo.
Mientras bajábamos las escaleras sentí que las cosas iban más rápido que yo, todo se me adelantaba. Yo a veces estaba alto y otras bajaba, pero nunca podía avanzar. Una vez en la calle los pibes tomaron la delantera, las chicas los seguían en la suya. Yo me quedé al lado de Mariela, y mientras ella cerraba la puerta le toqué el pelo y le dije:
-Estás muy linda hoy.
- Ay...gracias, y vos estás raro hoy. No me mires así que me asustás. - me dijo seria.
- ¿Por qué te asusto?
- No sé, te veo distinto y no me gusta nada ¿Estás bien? ¿Fumaste algo?
- No…ni ahí- y cuando dije eso me di cuenta: yo siempre estuve afuera.
- ¡Si no nos apuramos nos dejan acá! ¡Esperen!- gritó Mariela y aceleró los pasos.
Yo quería decirle “ Esperá vos! Esperame a mí…”, pero me quedé parado. Mariana ya estaba corriendo y yo no la pude seguir. Cuando alcanzó al grupo ya casi estaban doblando la esquina, y cuando finalmente lo hicieron los perdí de vista.


*Lorena Canoura nació en Barracas en el año 71. Estudió en la UBA y se recibió de Psicóloga en el 98. Está en pareja desde el año 90 con Germán y es mamá de una beba de seis meses que se llama Charo.

martes, 17 de agosto de 2010

Las mujeres de las revistas

Un cuento inédito de Soledad Jácome*


El galpón era una piecita a la que no se podía acceder desde adentro de la casa, había que salir al patio y dar toda la vuelta rodeando la cocina y las habitaciones. Tenía una puerta de madera hueca pintada de verde oscuro que estaba podrida en la parte de abajo y no cerraba bien, había que empujarla fuerte y siempre saltaba alguna astilla. Al arrastrarla hacía fricción contra el piso de cerámica marrón, que tenía dibujada la curva de los rayones como con un compás. El galpón era un refugio, un escondite. El único lugar apartado del resto de la casa en el que podía estar sola y tranquila. Pero había que tener mucho cuidado al abrir la puerta porque hacía un ruido grave, un ronquido, que retumbaba como un eco entre las placas de madera. Si no quería que nadie supiera que estaba ahí tenía que abrirla despacio, hacer mucha fuerza y levantarla, tratando de que casi no tocara el suelo para que rozara lo menos posible. A veces, de sólo pensar lo que me costaba abrir la puerta me daba fiaca ir al cuartito, por eso aprovechaba cuando llovía y nadie salía al patio o cuando mi mamá estaba cocinando y tenía la radio prendida, así el ruido que pudiera hacer la puerta pasaba desapercibido en medio del barullo. El galpón estaba lleno de cosas, entre la pileta y la pared había un lavarropas semiautomático. Era muy viejo, redondo y tenía unas paletas en el medio para revolver la ropa. Y eso era lo único que hacía, revolvía la ropa, porque todo el resto se hacía a mano. Había que llenarlo con un balde o con la manguera, ponerle jabón, encenderlo y dejarlo un rato dando vueltas. Después, cuando paraba, había que sacar la ropa, enjuagarla en la pileta y escurrirla. También había un mueble de madera enclenque, en dónde se guardaban las herramientas, la tijera de podar, algunas latas con restos de pintura y barniz y el veneno para las hormigas. En los dos estantes de arriba había diarios viejos y revistas que se coleccionaban. En el penúltimo estante estaban las Billiken, las guardábamos para hacer los trabajos del colegio, cuando teníamos que recortar letras o poner alguna ilustración en el cuaderno para las fechas patrias. Pero cuando me encerraba en el galpón, me trepaba al banquito escalera, agarraba un tenedor largo con tres dientes, que se usaba para hacer los asados, me estiraba todo lo que podía y arrastraba las revistas del último estante. Esa pila de revistas, las que estaban más alto, eran las que me interesaban. Una colección de varios ejemplares de Vivir del ’76 al ’79. Las fotos de esas revistas eran el material más erótico que yo había visto hasta ese momento. En varios números aparecían imágenes de partos a todo color y con mucho detalle: vaginas dilatadas hasta lo inimaginable en primer plano, cordones umbilicales verdosos y violáceos colgando entre las piernas como serpentinas viscosas, bebés enrojecidos embadurnados con una especie de gelatina, llorando con desesperación. Esas fotos no me daban impresión, a veces me las quedaba mirando por curiosidad, por ver en detalle esas partes prohibidas de los cuerpos adultos que yo nunca había visto, aunque muchas veces había tantos fluidos, sangre y médicos alrededor, que terminaban asqueándome. Pero las fotos que más abundaban en esas revistas eran las de mujeres amamantando, desnudas de la cintura para arriba o con camisones transparentes, como de gasa, siluetas de mujeres embarazadas a media luz con unas tetas enormes cayendo pesadas y apoyándose sobre la panza. Esos son mis primeros recuerdos eróticos, yo era una nena de siete u ocho años y todavía no sabía nada sobre masturbación, pero sí sabía que cuando miraba a las mujeres desnudas de la revista y cruzaba fuerte las piernas un cosquilleo hermoso, único, indescriptible me subía desde la entrepierna hasta la garganta. Jamás había sentido una cosa así, ni había nada que pudiera hacerme repetir tal sensación, salvo las mujeres de las revistas. Mujeres suaves, casi siempre sonrientes, maquilladas con colores claritos, labios rosados, el pelo brillante, con el flequillo de costado y las puntas cepilladas hacia fuera como se usaba en esa época. Mujeres etéreas envueltas en desavillés color crema, translúcidos, sus cuerpos desnudos a contraluz en la penumbra de una mañana blanca, los dedos de uñas nacaradas limadas en redondo apretando los pezones, mostrando como había que hacer para sacar la leche. Mujeres sensuales, con una desnudez sin pose, sin provocación, sin mirada a cámara, mostrando sus cuerpos con naturalidad, como si hicieran sin ropa su rutina cotidiana.

Por eso para mí encerrarme en el galpón, trabar la puerta con el pasador y quedarme sola con las mujeres de las revistas era un momento de sagrada intimidad. Me procuraba una soledad completa, que mi papá no estuviera en casa y que mi mamá estuviera ocupada en algo que le llevara mucho tiempo. A veces se encerraba en el baño a depilarse las piernas y tardaba casi una hora en salir. Pero era mucho mejor cuando se ponía a trabajar con las fotos, porque tardaba más. Mi papá era fotógrafo de cine y de teatro, hacía la foto fija de las películas y las fotos grandes de los artistas que se pegan en las puertas de vidrio en la entrada de los teatros. A veces también hacía publicidades gráficas para alguna revista, pero ese trabajo era muy inestable, así que lo complementaba haciendo sociales: cumpleaños de quince, comuniones y casamientos, y sacando las fotos de grado en algunos colegios. Mi mamá hacía el trabajo administrativo y la presentación final: el listado de cobranzas, las fechas de entrega y el armado de las carpetas. Así que a veces prendía la lámpara del comedor, como si fuera un día de cumpleaños o Navidad, estiraba la mesa de madera, que tenía una tabla escondida por debajo para hacerla más larga, y acomodaba encima las fotos de los colegios. Las ordenaba clasificándolas en grupales, individuales y por grado. Colocaba en varias hileras las carpetas de paspartú blanco abiertas, que en cada hoja tenían impreso un rectángulo plateado en dónde iba la foto. Abría el tarro con la cola de carpintero y hundía un pincel duro, que sólo se usaba para eso, después untaba el centro de los recuadros y pegaba las fotos. En la hoja izquierda la grupal y en la derecha la individual. Por último cerraba las carpetitas que tenían en el medio un papel manteca, para separar las fotos una de otra, y las apilaba por grado.

La verdad es que tenía bastantes oportunidades para estar sola y tenía muy claros los tiempos de trabajo y de las distintas actividades de mis padres. Por ejemplo, sabía que si mi papá estaba filmando no venía hasta muy tarde, lo más probable era que llegara de madrugada; si mi mamá no tenía trabajo con las fotos a veces se arreglaba las uñas o miraba televisión. Creo que el ejercicio de calcular los tiempos, de interpretar los ruidos, de estar atenta a los pasos fue algo que empecé a hacer sin darme cuenta cuando me encerraba en el galpón. Preservar ese momento era lo más importante para mí, porque si sentía el golpe de la puerta mosquitero de la cocina y el ruido de las sandalias viniendo por el pasillo hacia el fondo, o si me llamaban desde adentro con un grito para que me fuera a bañar o a hacer la tarea, se rompía ese hilo delgado y mágico de intimidad. Era como si me vieran desnuda, como si descubrieran un secreto que me diera vergüenza.

Un sábado húmedo de enero estábamos por viajar a Mar del Plata y me preocupaba encontrar el momento para poder ir al galpón porque quería llevar algunas revistas. Mi papá se encargaba de hacer las fotos de algunos teatros, así que en verano él tenía que ir por trabajo, a ver cómo habían quedado las marquesinas y a cobrar. Por eso todos los años, aunque sólo fuera por unos pocos días, íbamos a Mar del Plata. Ese día estábamos por salir, yo siempre preparaba un bolso chiquito con mis cosas, algunos libros de cuentos y algunos juguetes, así que pensaba esconder las revistas ahí. Al mediodía, mientras mis papás cargaban el auto, aproveché y fui. Hacía un rato que había dejado de llover y las baldosas emanaban un vapor sofocante. El sol del mediodía rasgaba las nubes con sus rayos filosos interrumpiendo la tormenta. A mí me gustaba la lluvia en verano, porque podía meter los pies en los charcos del patio y jugar con los caracoles. Entré con cuidado, trabé la puerta, agarré el banquito escalera y lo puse frente al mueble. Me trepé y manoteé el tenedor del asado que estaba en el segundo estante y cuando ya estaba en puntas de pie sobre el último escalón, a punto de alcanzar las revistas, una araña se asomó por encima de la pila de los diarios. Era bastante grande y tenía unas patas largas y finitas que se movían ágiles e intercaladas, como los dedos de una mano saltando por las teclas de un piano. Me asusté mucho, venía directo hacia mí, me resbalé y caí al piso de espaldas. No fue un golpe fuerte, pero me costó levantarme y la desesperación por salir rápido de ahí me puso todavía más nerviosa. Nos fuimos a la tarde y esa misma noche llegamos a Mar del Plata. Yo estaba inquieta, me acosté en el asiento de atrás en el auto pero no pude dormir en todo el viaje. Las mujeres de las revistas se paseaban por mi cabeza como diapositivas imaginarias y yo no sabía como calmar esa extraña sensación entre las piernas.

Al día siguiente nos levantamos y fuimos a la playa. Teníamos que aprovechar la mañana porque al mediodía estábamos invitados a almorzar en la casa de un productor de teatro con el que mi papá había programado una reunión. Mi mamá me puso un solero de verano que me encantaba, era color cereza con pintitas blancas y un volado grande abajo, terminando la pollera. La casa estaba en un barrio de chalets de piedras y tejas rojas, con caminitos y escaleras para llegar a la puerta de entrada y canteros llenos de hortensias azules. Cuando entramos quedé deslumbrada, nunca había estado en una casa tan grande y tan elegante. El living tenía un sofá de cuero negro en “L” que rodeaba una mesa ratona de acrílico transparente. El piso era un lago de mármol gris y una de las paredes estaba cubierta con un espejo amarronado, como si le hubieran volcado encima una capa de caramelo, me devolvía un reflejo bronceado. También había un bar del que colgaban muchas copas boca abajo, como un colchón de burbujas suspendido en el aire. Sobre la barra había una pequeña escultura de yeso: una mujer desnuda, con los brazos en alto y la cabeza hacia atrás, el pelo le caía hasta la cintura como una cascada de bucles. Estaba dentro de una especie de calesita, como las glorietas de las plazas pero en miniatura, con una luz adentro que teñía todo de dorado. La mujer parecía enjaulada por muchos hilos de agua que caían constantes desde el techo. Yo estaba fascinada frente a esa chica atrapada entre miles de gotitas perpetuas cuando me llamaron desde el jardín. El dueño de casa y mis papás ya estaban afuera, el almuerzo iba a ser al aire libre. Salí por una puerta de vidrio muy grande que comunicaba el comedor con un patio de baldosas blancas. En esa parte ya daba la sombra pero en el resto del jardín el sol rebotaba contra el pasto que parecía fosforescente. Cuando se me acomodaron los ojos a la luz del mediodía pude ver la pileta, mis papás y el señor que nos había abierto la puerta estaban en el borde inclinados sobre una reposera saludando a alguien. Me volvieron a llamar para que me acercara y me presentaron. En la reposera había una mujer, una actriz, la reconocí porque la había visto varias veces en la televisión. Se notaba que recién había salido de la pileta, el pelo negro y mojado se le pegaba a los hombros como un tatuaje de arabescos. Tenía la piel húmeda y luminosa, como cubierta por un rocío brilloso y un cuerpo carnoso, redondeado, tostado por el sol. Usaba una bikini de una sola pieza, una bombacha negra de talle muy bajo, bien a la cadera, pero no usaba corpiño. En la parte de arriba no tenía nada y eso me perturbó. Verla saludando a todos, conversando, encendiendo un cigarrillo casi desnuda, como si fuera lo más normal del mundo. Tenía unas tetas hermosas, grandes, anchas, ovaladas. Caían delicadas y suaves, aunque se notaba que eran pesadas. Los pezones oscuros y chiquitos, arrugados por el frío del agua. No me atrevía a acercarme, me hizo un gesto con la mano para que me parara al lado de ella y me preguntó el nombre. No sé si se habrá dado cuenta, pero yo estaba perdida, hechizada por el vaivén de sus tetas que se movían con cada uno de sus ademanes. Nunca había visto una mujer desnuda en persona. Le di una respuesta automática y le dije mi nombre. Me miró, tenía los ojos finitos como ojales, entrecerrados por el sol que le daba en la cara. Después elogió mi vestido, dijo que le encantaban los volados y me preguntó la edad. Le respondí, ella me acarició el pelo y me dijo que ya era casi una mujer.


*Soledad Jácome nació y vive en Ramos Mejía. Estudió ciencias de la comunicación y diseño. Le gusta leer, coser y bailar flamenco. Escribía el blog Ya le llevo su café...

http://www.yalellevosucafe.blogspot.com/

martes, 10 de agosto de 2010

Paciencia

Un cuento inédito de Juan Etchegoyen*


—¡Tano, traete un vino! Te repito, se rajó. Me di cuenta cuando llegué a casa y vi la puerta abierta y al entrar no había nada, ni los muebles, sólo un bolso con mi ropa en el medio de la pieza. No tuvo ni un poquito de lastima, sin decir agua va o agua viene, se rajó. La verdad que no la entiendo. ¡Mirá que le tuve paciencia, hermano!
—Te voy a decir que yo hace rato que no te veo, Negro, pero vos sos de hacer cagada'.
—Si se hubiera rajado cuando éramos más jóvenes, ahí te lo hubiera entendido. Pero ahora que somos dos viejos. Ahora que me porto bien.
—¡El zorro pierde el pelo pero no las maña'!
—¡No lo hizo cuando la cagué con Sara!
—¡Vos también! ¡Cogerte a la hermana! ¡Cuando me lo contó el Tuerto me quise morir, boludo! ¡Contame!
—Bien que se la bancó. ¡Como estaba esa mina! Tampoco era para perdérsela. ¡Tenía un culo y unas tetas de película! Y era rapidita, se andaba haciendo la linda y un día me la traje para casa y no va que ese día, ésta sale temprano del trabajo porque tiene fiebre. Llega a casa entra de sopetón y ahí no mas nos encuentra, a mí desnudo en la cama y la hermana en bolas saliendo del baño.
—¿Y?
—¡Que quilombo, hermano, que quilombo, dios! La agarró de los pelos y la sacó como estaba a la calle. Pero se la bancó, ¿qué queres que te diga?
—Sos Gardel , Negro.
—Se bancó cuando le vendí los cubiertos plata que eran de los abuelos.
—Te dejo un tiempo y hacés desastre. ¿Los burro'?
—No, papá, las cartas , estaba metido hasta las patas con la deuda que tenía.
—Y… las deudas de juego son sagrada'.
—Lloró un poco, pero también se la bancó. ¿Si no me jodió en ese momento, por qué ahora?
—¿Y adonde estas parando, Negro? Porque guita para alquilar no tenés, si no laburastes en tu puta vida, siempre te mantuvo la bruja.
—Me acuerdo cuando se gastó una guita que había encanutado para irme a pasar un fin de semana con Alicia, la mujer de Antonio, el tornero que vivía a mitad de cuadra.
—¡Che, hijo de puta!, ¡¿mi mujer se salvó?!
—Ah, no, eso no, hermano. ¿Somos amigos, o no?
—¡Te digo, no mas!
—¡Esa era putisima! Le había hecho el verso al marido de que la hermana que vivía en Mar del Plata estaba enferma y tenía que ir a verla. Ya me estaba afilando los dientes cuando veo que esta me gastó la guita en ropa. Decía que la necesitaba para ir a trabajar.

—Y….yo me acuerdo que vos la tenías sin una pilcha.
—¡Dejate de joder! Si en el laburo le daban un guardapolvo y podía ir y venir con eso. ¡La cagué a palo' ese día! y ella, sin chistar.
—¡Eh, se te fue la mano!
—Cuando se enfermó el padre, que vivía en Concordia, quería que yo le diera plata para ir a verlo, porque eso si, yo la tenia acostumbrada, ella cobraba y toda la platita a papá. Que si se la dejaba, era capaz de gastarla en cualquier cosa. Para ella, diez pesos todos los días.
—¿Nada más?
—A ver, decime, ¿precisaba más?, ¿para qué?
—¡Qué lo parió!
—Andá a saber dónde está ahora, se debe estar cagando de risa, vieja de mierda, pero que yo no la encuentre.
—¿Y adonde vas a ir, Negro? Viejo y solo.
—Si tuviera unos cuantos años menos, te juro que la busco y ahí si iba a saber lo que es bueno. ¿Sabes que me dejó? ¡Un pantalón, una camisa y dos calzoncillos, eso solo hay en el bolso! ¿No es una turra?
—¡Qué vieja jodida había resultado!
—Ella trabajaba todos los días de la semana y cuando llegaba el domingo empezaba, que vamos al cine o a caminar por el Rosedal. Lo peor era que sabía que a mí los domingos no me saques de los burros, solo si Banfield jugaba de local ahí si que no me lo perdía, si ganaba, después a festejar.
—¡Dejate de joder con ese club de mierda.
—No me toques el Taladro porque se pudre todo.
—¡Ta!
—Mira que pasaron años y esta mina no la entendía. Yo tenia una rutina, los viernes poker con los muchachos, algún que otro sábado me mandaba con Pedro a bailar. Te pregunto, ¿eso es tan jodido?
—¿No la llevabas?
—Ella decía llévame. ¡Estaba en pedo! ¡Ir a bailar con mi mujer! ¡Vamos! Yo a ella no le prohibía salir, pero dale con que la plata no alcanzaba.
—Y..., con diez pesos…
—¡Bueno yo no podía estar en todo!
—Tenés razón
—¡Pero ahora se volvió loca! Ahora que estoy hecho un maricón por la edad, viste, ya los huesos no me dan. Ahora que estoy tranquilito,¡Hace como diez años que no jodo mas! Ni nos hablamos, ya me olvidé la ultima ves que la surtí.
—Vos sos muy mano larga, Negro
—También ella se lo buscaba, mira que yo soy un tipo tranquilo. ¡Pero ésta me hacia salir de las casillas!, en cuanto me distraía me afanaba, me escondía la guita, me la escondía, llegaba al boliche y cuando iba a pagar la vuelta, no tenía plata. Después no quería que le pegara un par de sopapo'.
—¿Vistes?, uno se casa y es para quilombo.
—Sabes para que me case. Para llegar a viejo y que me cuidaran, para eso me case. ¿Es mucho pedir?
—Vos sabes que en la pieza del convento apenas si cabemos yo y la bruja con los tres pibes. Si no……
—Ni agradecida es, la saque de esa casa de borrachos. Mira, no se si no se la cogia el padre.
—¡Pa tanto era!
—El día que nos casamos, el tipo no hacia mas que llorar y acariciarle la cabeza, te llevas una joyita ya vas a ver, me decía.
—¡Anda a saber Si no te contó nada…..
—¡Me abrochó, la guacha! Después de tantos años es la primera vez que falto. Me puse en pedo y terminé en la seccional todo el fin de semana. ¿Y qué me hace? Se raja y se lleva todo. ¿No te digo?, ¡es una hija de puta!
—¡Y bueno, Negro! Paciencia. ¡Tano, mandate otra vuelta!



*Pequeña biografia nihilista.

El Chabón, o sea yo, era una nube de pedo flotando feliz en algún lugar del universo. Un día, algo o alguien (me gustaría saber qué o quién, pa´charlar un rato, nada más) me metió en un cuerpo sólido que, sin preguntarme si yo quería, el 3 de marzo de 1947 salio pa´fuera.
Ahí se pudrio todo. Lo primero que me jodió fue que inmediatamente sentí que me picaba el bagre, tuve fame, ragu, y apareció una teta toda para mí solo, juro que me la ofrecieron (en ese momento apareció la frase que me acompaña desde mi mas tierna infancia, “A ver, mamita, deme esa tetita”. Mientra me clavaba la teta todo estaba bien, pero en cuanto me la escamoteaban pensaba en dónde estaba y de dónde venia y me cagaba de miedo (esto sucedía más o menos cada dos o tres horas). Cuando pude cerrar el culo y abrir la mente comencé a pensar en para qué había venido a este mundo y cuál era mi misión, y en eso estoy, aunque en cualquier momento mando todo a la mierda y me vuelvo al lugar de donde vine.


Juan Etchegoyen
http://www.baladamecanica.blogspot.com