miércoles, 27 de octubre de 2010

Sigmund Freud: Cuentos completos (1880-1905)

I
Dicen que a Freud, por aquella época en que comenzaba a entender lo que pensaba, se le presentó en el consultorio una morocha de veinte, menuda y de lindas formas. Se la derivaba Breuer para una interconsulta y no le había dicho más que su diagnóstico de histeria. Cuando Freud abrió la puerta se quedó mirándola. No podía discernir si la conocía de algún lado o si le recordaba a alguien. Ella lo saludó con la caída de sus párpados y rengueó directamente hacia el diván. Tenía puesta una pollera negra con un tajo hasta la rodilla que se abrió indiscretamente mientras ella se acomodaba en los almohadones. En ese momento, Sigmund recordó que era la morocha que se había ido con Breuer en la última fiesta de la Facultad. Lamentablemente nadie pudo precisar la fecha en que afloró el recuerdo, pero ese día debería celebrarse como el cumpleaños del Psicoanálisis. A la tarde, Freud y Breuer se encontraron en un café.
- ¿Qué hacés Sigmund? ¿Cómo andás? – lo saludó el colega, a lo que Freud respondió que tirando. Pidieron dos café, y entre sorbo y sorbo, Freud le contó a su amigo que a la mañana había atendido a Bertha.
- Berthita… – enfatizó Josep mordiéndose los labios – ¿Te habló de mí?
- Si, me dijo que ya no salen más – respondió Freud.
- La tuve que dejar, Sigmund. Me pidió que me separe - dijo Breuer, y Freud le respondió que a él le había dicho que la decisión la había tomado ella, y el motivo era que no se le paraba.
- ¡Mentira! – alegó Breuer – ¡Ahora entendés por qué la dejo!
- No, ¿pero por qué me la derivás?
- Es un bombón, pero está llena de quilombos… - contestó Breuer esquivando un poco la pregunta, y siguieron tomando café hasta que el mismo Breuer interrumpió el silencio.
- ¿Está linda viste?
- ¿Bertha?
- No, tu vieja. ¡Claro que Bertha! – respondió Josep, y Freud, que se había quedado en la primera proposición, asintió con la cabeza..
- Decime una cosa, ¿prefería ir arriba o abajo? – preguntó Sigmund..
– Arriba – respondió Josep.
- ¿Y no se le vencían las piernas?
Breuer guardó silencio y dejó escapar una sonrisa – ¡Qué carajo se le van a vencer las piernas!– respondió, y a Freud se le iluminó la mirada.
Esa misma noche tomaría una pluma y escribiría una carta con destino a Berlín: “Mis histéricas me mienten”, diría el manuscrito.


II


Después, como bien se sabe, la cosa siguió adelante. En los pasillos de la Universidad las ideas de Sigmund comenzaron a ser vox populi. “Che, ¿qué me contás de ese que hipnotiza?”, se decía. Una mañana, Freud corría de un aula a la otra cuando escuchó que lo llamaba el decano. Era un hombre, alto, rubio y de bigotes, que estaba sentado en su sillón de terciopelo y le señalaba a Freud la silla al otro lado del escritorio. Igual que Sigmund, fumaba en una pipa de madera.
– Yo tengo oídos grandes y escuchó todo lo que pasa en esta facultad – dijo el decano mientras encendía la pipa - A ver Freud, ¿cuénteme como es eso de que las parálisis no son parálisis?
Sigmund, como cada vez que se ponía nervioso, contó hasta diez y respondió que en algunas mujeres había descubierto parálisis que no se correspondían con la anatomía de los nervios. Que eran parálisis, pero de otra índole – explicó, y el decano le pidió con un gesto que parara.
- ¿Qué significa de otra índole?
- Otra índole… otra causa si usted prefiere, no sé…un… ¡síntoma! – gritó Freud en tono de eureka – Síntoma de un conflicto afectivo entre dos corrientes enfrentadas, una desde la conciencia y la otra…
- Perdón, perdón – lo interrumpió el decano - ¿Usted me está diciendo que se paralizan de tristeza? – preguntó, y a Freud la lengua se le hizo un nudo.
– Por llamarlo de algún modo – respondió, y el decano, sin decir nada, se levantó del sillón para señalar la biblioteca que estaba a sus espaldas.
- Todos los libros que usted ve ahí yo los leí, e incluso algunos los escribí ¡La gente cuando esta triste llora, Freud, pero camina! Y no le voy a permitir que opine otra cosa, ni mucho menos, que para comprobarlo ande hipnotizando pendejas como dicen por ahí. ¡El prestigio de esta Universidad está en juego, Freud! Si quiere vaya a Francia y cuénteselo a ellos que son románticos, pero acá, las parálisis son parálisis. ¡¿Está claro?! - exigió el decano, y así fue como nuestro héroe desembarcó en París.

III

No es mucho cuanto pudo reseñarse de aquella época debido a que se la pasó mayoritariamente en pedo. La noche parisina pudo más que Charcot, y para Sigmund resultó mejor maestra que la escuela. Los franceses, como los alemanes, tampoco sabían de qué se trataba la histeria, pero la ubicaban en el útero y algo le decía a Freud que andaban más cerca que ellos.
Una noche, sentado en una mesita del Moulin Rouge, el joven Sigmund meditaba sobre el carácter de los escotes mientras espiaba dentro del generoso de una tal Michelle. De repente, surgido de la nada (porque esta historia también tiene sus misterios), un hombre de canas y tez oscura apareció en su mesa.
- Hace bien en venir aquí – le dijo en un idioma que no era francés ni alemán, pero que ambos entendían.
- ¿Quién es usted? – le preguntó Freud.
- Soy el que está del otro lado del espejo – contestó el hombre misterioso, y sin motivo se echó a reír.
- ¿Nos conocemos?
- Es la misma pregunta de antes pero formulada al revés – le respondió el aparecido.
- ¿Nos conocemos o no nos conocemos? – repitió Freud que de prusiano tenía la paciencia.
- No lo conozco, pero lo entiendo – respondió el hombre misterioso y durante un rato se miraron a la cara.
- Entonces sabrá explicarme lo qué es el subconsciente – le dijo Freud, y el hombre le respondió que debería llamarlo inconciente.
- ¿Por qué? – preguntó Sigmund.
- Porque si usted, por ejemplo, participa de un torneo de ajedrez y me dice que salió “subcampeón” yo sé que terminó segundo; en cambio si me dice que no salió campeón, para averiguar su puesto me obligaría a investigar en las planillas del torneo. Es una cuestión metodológica.
- Una cuestión de palabras – añadió Freud con tono de censura, y el hombre misterioso suspiró con encanto..
- Ocurre que en nuestro asunto con la medicina los bisturís se afilan en la piedra de la semántica – le dijo, y como la niebla, ese hombre misterioso se evaporó en el bullicio de la noche.
- ¿Pero después cortan? – se quedó Freud preguntándole al vacío.
A la mañana siguiente, cuando se le pasó la resaca, empacó y se fue a tomar el tren. Estaba listo para regresar a Viena.

IV

“¡Ruso, si publicás esto vamos a ir todos en cana!”, dicen que dijo Jung cuando se enteró del caso Dora.
Las últimas publicaciones le habían traído algún disgusto a Freud, pero también un grupo de seguidores con quienes se juntaba todos los miércoles en un café. El Gordo Jung, el Húngaro Ferenczi, el Loco Reich, el Negro Adler y el Mudo Binswanger entre otros, ya lo habían oído decir, por ejemplo, que los chicos no solo se calientan sino que son perversos y encima polimorfos; pero esto de Dorita era demasiado.
- Yo entiendo lo que usted quiere explicar, maestro, pero qué le cuesta decir que tose porque está engripada – dijo Jung, y Adler se levantó en su apoyo - ¡Queremos publicar pornografía! – gritó, y todos en el café se dieron vuelta para mirarlo.
- Sentate, Negro, que van a creer que tenemos un complejo de superioridad – le pidió Freud, y aunque Adler se rió del chiste, lo anotó en su cuadernito – Ustedes no entienden – siguió Freud -, lo nuestro ni es tan sucio como la medicina ni tan pulcro como la filosofía, si no las tenemos bien puestas, de alguno de los dos lados nos van a censurar. Yo estoy convencido de que esa piba tose porque el padre es impotente, ¿cómo lo defiendo si escribo otra cosa? – preguntó Freud a la mesa, y todos se quedaron en silencio menos Reich.
- ¿Pero quién te va a creer que esa mina caga al marido con un tipo que es impotente? – dijo.
- No importa – respondió Freud -. Con que Dora lo crea a mí me alcanza.
- Está bien, ¿pero es verdad?
- ¡Qué se yo si es verdad! Tendría que analizar al marido para averiguarlo – dijo Freud, y como era esperable en esta historia, el Sr K ingresó inmediatamente en el café.
- ¿Cómo le va…Dr. K? – dicen que lo saludó Freud.
- “Sr K”, por favor, el Dr. es un quitamanchas – aclaró el hombre, y preguntó si se podía sentar con ellos.
A la venia de Freud, todos los reunidos le abrieron un espacio y apenas se sentó a la mesa, el Sr K preguntó si estaban hablando de él. Freud, instantáneamente, lo apuntó como cornudo. – No, hablábamos de otro - contestó, y le pidió al mozo que trajera un café para el recién llegado.
Mientras estuvo el Sr K en la mesa no se habló de Psicoanálisis. Charlaron de la universidad, de literatura y como cada vez que divagaban, Jung y Reich se trenzaron en una discusión política. El Sr. K aprovechó el bullicio para acercarse con discreción a Freud.
- ¿Cómo sigue Dora? – le preguntó al oído, y Sigmund, que no escuchó a un padrino preocupado sino a un amante comprometido, le comentó que había averiguado mucho sobre “su” vida, sin aclarar sobre la de quién hablaba. El incriminado, ingenuamente, tragó saliva. - ¿Podremos hablar en privado? – le pidió a Freud.
Sigmund se levantó de la mesa, tiró unos florines, saludó a todos en voz en alta y se fue a pasear con el Sr K.
- Vea, Freud - le dijo el hombre una vez que se sintió en confianza – yo no sé lo que le habrá dicho Dora, pero la que me buscó fue ella. Hizo todo para darme a entender que le gustaba, y cuando la avancé me pegó una cachetada. ¡No sé qué le pasa a esa mina! – dijo, y Freud le respondió que era lo que estaba intentando averiguar.
- No le crea nada… - le aconsejó el Sr K.
- Lo mismo me acaba de recomendar Jung, pero ¿cómo es que ella le daba pruebas de que lo amaba? – preguntó Freud, y el Sr K le dijo que era rara, que cuando le acariciaba el pelo a su esposa y la felicitaba por lo bien que lo tenía, lo miraba a él, se pasaba la lengua por los labios y sonreía.
- Discúlpeme Sr K, pero usted es un pelotudo – opinó Freud.
- ¿¡Cómo!?
- No hace falta ser Freud para darse cuenta de que lo están histeriqueando – remarcó Sigmund – Usted no le interesa a Dora, lo seduce para rivalizar con la mujer que es el objeto de amor de la persona que ella si ama, que no es usted, sino el padre..
El Sr K se tomó el tiempo para desmenuzar el silogismo - ¿Me está diciendo cornudo? – concluyó, y por el tono, mezcla de ira y resignación, Freud dedujo que la teoría era correcta.
- Tanto como su mujer si Dora se dejara – contestó el psicoanalista.
Al miércoles siguiente, con un moretón verde que le chorreaba del ojo izquierdo, Freud se reunió con los discípulos y les comunicó que había decidido publicar el caso. “Muchachos, no les prometo que no vayamos a ir en cana, pero si esto sale bien nos paramos para siempre”, dijo.

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