sábado, 18 de septiembre de 2010

Mi primer beso de lengua y miel

Un cuento inédito de Soledad Jácome*

Los pétalos de siete rosas rojas flotaban en el agua como las escamas de un pez opaco. Por ese entonces mi mamá estaba convencida de que alguien nos había hecho “un trabajo”, no encontraba otra forma de explicar por qué nos iba tan mal con los hombres y con la plata, sin embargo siempre agradecía nuestra buena salud. Con la intención de solucionar de una vez todos nuestros problemas empezó a frecuentar a un brujo que le había recomendado una compañera de trabajo y seguía paso a paso todos los rituales que él le anotaba en unas hojas rayadas de block de espiral. Ya hacía muchos años no vivíamos juntas, pero todas las semanas yo iba a visitarla a ella y a la casa, que era dónde me había criado y sentía una nostalgia muy grande cuando pasaba un tiempo sin ir ahí. Y en esa época, cuando mi mamá se dejaba asesorar por el vidente para elegir los sahumerios y reubicar los espejos a fin de que no rebotaran en ellos las energías negativas, cada vez que iba a verla tenía una nueva receta para asegurarnos un destino feliz. La casa se fue convirtiendo de a poco en un templo improvisado de magia blanca. Mi mamá la hizo limpiar por un cura, especialista en exorcismos, y guardó en el congelador, adentro de la cubetera, unos pedacitos de papel en los que escribió el nombre de mi papá y de otras personas que, según suponía, podían desearnos el mal. Encendió la parrilla, que no se usaba desde el último asado, por lo menos quince años atrás y quemó cartas, fotos y recuerdos mientras gritaba “muerte al pasado” cada vez que echaba algo al fuego. Yo pensaba que todo lo que hacía era una estupidez y, al principio, discutía mucho con ella porque me indignaba verla seguir paso a paso esas fórmulas esotéricas. Pero después me di cuenta de que le hacía bien, se mantenía entretenida y por más de que tratara de convencerla de que esas cosas no daban resultado ella estaba tan entusiasmada que no iba a escucharme. Así que pensé que debía ser una etapa, como un nuevo hobby, y que se le iba a pasar en cuanto encontrara algo más interesante para hacer. Por eso, con el tiempo, dejé de resistirme a escuchar cada consejo y aceptaba los amuletos y las esencias que me regalaba para ahuyentar la mala suerte. Casi siempre todo terminaba en la basura, salvo los sahumerios de azahar que me encantaban y, al parecer, atraían la felicidad.

Ese día, cuando entré a la casa, me atacó de golpe con un hechizo infalible para atraer el amor. Lo había pedido especialmente para mí, por eso tenía todo preparado cuando llegué: un baño con pétalos de rosas rojas, tres ramitas de canela y un vaso de vino tinto en el agua. Me dijo que no me daba las cosas para que lo hiciera en mi casa porque sabía que lo más probable era que pusiera las rosas en un florero y me tomara el vino. En realidad yo ni siquiera tenía bañadera, así que hubiera sido imposible. Ella se fue al cine, dijo que me dejaba tranquila así podía relajarme y a mí me tentó la idea de un baño de inmersión que hacía años que no me daba.

El papelito que me dejó decía que me tenía que untar miel por todo el cuerpo, pero me pareció demasiado. No quería enchastrarme tanto y pensaba que iba a ser muy difícil sacarme todo el pegote, además, yo no creía en esas cosas. Los pétalos, la canela y el vino ya estaban en el agua, pero la miel no era necesaria, total mi mamá no tendría por qué enterarse de que no la había usado. Podía vaciar el tarro en el inodoro y decirle que seguí las instrucciones al pie de la letra. Pero cuando estaba a punto de meterme en la bañadera me arrepentí, qué mal podía hacerme un poco de miel sobre el cuerpo, quizás hasta me dejara la piel más suave. Nadie tendría por qué enterarse tampoco de que me había untado miel. Así que metí la mano en el frasco, como haciendo cucharita, y me la pasé por la panza, por las tetas, sobre todo cerca del corazón, por la entrepierna y por la boca. Y cuando terminé me chupé lo dedos, como para ingerir un poco, por las dudas.

Me sumergí hasta la nariz y con los labios al ras del agua jugué a hacer burbujas y a soplar los pétalos, que se desparramaron como lunares rojos resbalándose sobre una seda rasgada. Por la ventanita del baño entraba la luz del sábado a la tarde y rebotaba en las paredes con un reflejo de almíbar. Debía concentrarme en el objeto amoroso, según indicaba el conjuro, pero yo no tenía nadie en particular en quién pensar, así que me puse a pensar en Michael Fox. Me lo imaginé saliendo de la pileta en “El secreto de mi éxito”, cuando la mujer del tío lo estaba acosando y le sacó la malla. ¿Por qué me gustaba Michael Fox? En esa época mis amigas colgaban en las paredes de sus piezas pósteres de Tom Cruise o de Rob Love, que eran los galanes del momento y hacían películas de amor en las que lucían sus cuerpos musculosos en las playas y en las escenas eróticas. Pero a mí me gustaba Michael Fox, que siempre hacía algún papel de perdedor en las comedias y tenía que esforzarse mucho para ganarse a la chica porque no era ni el más lindo ni el más exitoso.

La primera vez que lo vi fue en “Volver al futuro”, en el verano del ’86. Yo estaba de vacaciones en Villa Gesell con mis papás y me había hecho amiga de unas nenas que había conocido en la playa. Mariela tenía trece años, igual que yo, y Carolina era un año más grande. Cuando vimos el anuncio del estreno de la película decidimos ir a verla juntas, pero ese día Mariela tenía fiebre y tuvo que quedarse en cama, así que fuimos Carolina y yo solas. A ella también le gustaba Michael Fox y en el cine me apretaba la mano a cada rato cuando él hacía algún salto increíble con la patineta o cuando aparecía con los calzoncillos Calvin Klein. Y al final, cuando él vuelve al presente, se reencuentra con la novia y le da un beso apasionado, Carolina me acarició la pierna. Yo tenía un short muy cortito color verde agua, a veces lo usaba para ir a la playa y apenas me tapada la cola. Ella me pasó la mano por el muslo, rozando el borde de la tela, casi hundiéndola en la entrepierna. Un cosquilleo indescriptible me subió por la panza y se me erizaron los pezones y los pelitos de las piernas que todavía sólo me depilaba de la rodilla para abajo. Cuando salimos me dio mucha vergüenza y creo que a ella también. Teníamos pensado ir a mirar vidrieras o a tomar un helado, pero no sabíamos de qué hablar, estábamos incómodas, así que cada una volvió a su departamento.

A los pocos días nuestros padres organizaron una cena junto con otros dos matrimonios de la playa que tenían hijos un poco más chicos que nosotras. Cuando terminamos de comer nos fuimos a la pieza y los otros chicos quisieron jugar al cuarto oscuro. A mí me parecía que ya estábamos grandes para jugar con nenes de nueve y diez años, pero Carolina y Mariela insistieron y me entusiasmaron con la idea de asustarlos y reírnos cuando salieran corriendo espantados de la pieza. Mariela apagó la luz y cerró la puerta, la oscuridad era total. Después se escondió detrás de la cortina que llegaba hasta el piso. Carolina y yo nos escondimos juntas, en el espacio que quedaba entre la cama marinera y una puerta del placard, que abrimos para que nos tapara como un biombo. Estábamos muy cerca, de frente, yo sentía sus tetas chiquitas hincharse y deshincharse a través de la remera con la cadencia de su respiración. Pasó un rato y los nenes no aparecieron, así que Mariela salió a buscarlos y nos quedamos solas. Seguíamos escondidas, en la misma posición. Sentía el aliento de Carolina muy cerca de mis labios y como me había puesto un brillito me imaginaba que me lo estaba empañando cada vez que largaba el aire tibio por la boca. Tenía un olor muy dulce y hacía un ruido con los dientes, como un sonajero grave.

— ¿Qué estás comiendo? — le pregunté.
— Un caramelo de miel. ¿Querés?
— Sí, dale.
— Abrí la boca.
— ¿Para qué?
— Así te paso el mío, porque no tengo más — me dijo como si fuera lo más natural del mundo.
— Dejá, no importa — respondí muerta de vergüenza, porque sentía la bombacha húmeda y tenía miedo de que ella se diera cuenta de que me estaba excitando.

Me puse nerviosa y el corazón me latía muy rápido. Hacía fuerza para sostener la puerta porque me empezaron a transpirar las manos y se me resbalaba la manija. Pasaron unos segundos que se me hicieron muy largos hasta que sentí la mano de Carolina sobre la frente. Tanteó el mechón de pelo que siempre se me venía sobre la cara y me lo puso detrás de la oreja. Después sentí sus labios pegajosos sobre los míos, abrí la boca despacito y ella empujó el caramelo con la lengua. Lo corrí a un costado, entre la encía y los dientes, para poder devolverle el beso.

2 comentarios:

  1. ¿Y el baño de imersión y la casa y la brujería y... Y todo eso? O me quedó largo el inicio o me faltó algo en el final.
    Igual me gusta la forma en que cuenta Soledad.

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  2. Me encanta. A mi entender, puercoespin, no le falta introducción, nudo ni densenlace. Pensaría mejor en el esquema "historia uno - historia dos" (Teoría del cuento, Piglia) El cuento fluye, ella sigue en el baño de inmersión, tocándose, y el hechizo empieza a funcionar.

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